Si hoy, todos los hombres practicasen la ley de Dios, ¿no se resolverían rápidamente todos los problemas políticos, económicos, sociales, que nos atormentan? ¿Y qué solución esperar mientras los hombres vivieren en la inobservancia habitual de la Ley de Dios?
Si admitiéramos que en determinado pueblo la generalidad de los individuos practica la Ley de Dios, ¿qué efecto se puede esperar de ahí para la sociedad?
Eso equivale a preguntar: si en un reloj cada pieza trabaja según su naturaleza y su fin, ¿qué efecto se puede esperar de ahí para el reloj? O, si cada parte de un todo es perfecta, ¿qué se debe decir del todo?
Siempre existe un cierto riesgo en utilizar en asuntos humanos analogías mecánicas. Atengámonos a la imagen de una sociedad en que todos sus miembros fuesen buenos católicos, trazada por San Agustín. Imaginemos
«un ejército constituido de soldados, como los forma la doctrina de Jesucristo; gobernadores, maridos, esposas, padres, hijos, maestros, siervos, reyes, jueces, contribuyentes, cobradores de impuestos, como los quiere la doctrina cristiana. ¡Y osen aún [los paganos] decir que esa doctrina es opuesta a los intereses del Estado! Por el contrario, les cabe reconocer sin vacilación que ella es una gran salvaguarda para el Estado, cuando fielmente observada»
(Epíst. CXXXVIII al. 5 ad Marcellinum, Cap, II, 15).
Papel de la Iglesia
Y en otra obra el Santo Doctor, loando a la Iglesia Católica exclama:
«Conduces e instruyes a los niños con ternura, a los jóvenes con vigor, a los ancianos con calma, como comporta la edad, no sólo del cuerpo sino del alma. Sometes las esposas a sus maridos, por una casta y fiel obediencia, no para saciar la pasión, sino para propagar la especie y constituir la sociedad doméstica. Confieres autoridad a los maridos sobre las esposas, no para que abusen de la fragilidad de su sexo, mas para que sigan las leyes de un sincero amor. Subordinas los hijos a los padres por una tierna autoridad.
«Unes no sólo en sociedad, mas en una como fraternidad los ciudadanos a los ciudadanos, las naciones a las naciones, y a los hombres entre sí, por la memoria de sus primeros padres. Enseñas a los reyes a velar por los pueblos, y prescribes a los pueblos que obedezcan a los reyes.
Enseñas con solicitud a quién se debe la honra, a quién el afecto, a quién el respeto, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién la advertencia, a quién el ánimo, a quién la corrección, a quién la reprimenda, a quién el castigo; y haces saber de qué modo, si ni todas las cosas a todos se deben, a todos se debe caridad y a ninguno la injusticia»
(De Moribus Ecclesiae, Cap. XXX, 63).
Sería imposible describir mejor el ideal de una sociedad enteramente cristiana. ¿Podrían en una sociedad el orden, la paz, la armonía, la perfección, ser llevadas a un límite más alto? Bástenos una rápida observación para completar el asunto.
Si hoy en día, todos los hombres practicasen la ley de Dios, ¿no se resolverían rápidamente todos los problemas políticos, económicos, sociales, que nos atormentan? ¿Y qué solución se podrá esperar para ellos mientras los hombres vivieren en la inobservancia habitual de la Ley de Dios?
¿Utopía o ideal realizado?
¿La sociedad humana realizó alguna vez este ideal de perfección? Sin duda. Lo dice el inmortal León XIII: obrada la Redención y fundada la Iglesia,
«como despertando de un antiguo, prolongado y mortal letargo, el hombre percibió la luz de la verdad, que había buscado y deseado en vano durante tantos siglos; reconoció sobre todo que había nacido para bienes mucho más altos y más magníficos que los bienes frágiles y perecibles que son alcanzados por los sentidos, y alrededor de los cuales había circunscrito hasta entonces sus pensamientos y sus preocupaciones. Comprendió que toda la constitución de la vida humana, la ley suprema, el fin al cual todo hombre se debe sujetar, es que, venidos de Dios, un día debemos volver a Él.
«De esta fuente, sobre este fundamento, se vio renacer la conciencia de la dignidad humana; el sentimiento de que la fraternidad social es necesaria hizo entonces pulsar los corazones; en consecuencia, los derechos y deberes alcanzaron su perfección, o se fijaron integralmente y, al mismo tiempo, en diversos puntos, se expandieron virtudes tales que la filosofía de los antiguos siquiera pudo jamás imaginar. Por esto, los designios de los hombres, la conducta de la vida, las costumbres tomaron otro rumbo. Y cuando el conocimiento del Redentor se esparció a lo lejos, cuando Su virtud penetró hasta las vetas más intimas de la sociedad, disipando las tinieblas y los vicios de la Antigüedad, entonces se obró aquella transformación que, en la era de la Civilización Cristiana, cambió enteramente la faz de la tierra» (León XIII, Encíclica Tametsi futura prospiscientibus, 1-XI-1900).
Fue esta luminosa realidad, hecha de un orden y de una perfección antes sobrenatural y celeste que natural y terrestre, que se llamó la civilización cristiana, producto de la cultura cristiana, la cual a su vez es hija de la Iglesia Católica.