Lo propio de la Iglesia es producir una cultura y una civilización cristiana. Y generar todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre.
La Cruzada del Siglo XXI *
Se engaña singularmente quien suponga que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente individual, y que ella forma sólo personas, y no pueblos, ni culturas, ni civilizaciones.
Dios nos creó naturalmente sociables y tenemos, por el instinto de sociabilidad, la tendencia a comunicar nuestras ideas a los otros y a recibir la influencia de ellos. Lo mismo se da en las relaciones del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen sobre nosotros una acción pedagógica.
¿Cómo, pues, podría la Iglesia desinteresarse de producir una cultura y una civilización, contentándose con actuar sobre cada alma a título meramente individual? Lo propio de la Iglesia es producir una cultura y una civilización cristiana. Y producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado tiene ansias de recuperar los espacios infinitos del cielo.
En la Edad Media, los Cruzados derramaron su sangre para libertar de las manos de los infieles el Sepulcro de N. S. Jesucristo, e instituir un Reino Cristiano en Tierra Santa….pero ¿qué es el Reino de Cristo, ideal supremo de los católicos, y, pues, nuestra meta constante? Es lo que procuraremos definir en la enumeración de principios, marco luminar de nuestra actividad.
El Reino de Cristo
La Iglesia Católica fue fundada por N. S. Jesucristo, para perpetuar entre los hombres los beneficios de la Redención. Su finalidad se identifica, pues, con la de la propia Redención: expiar los pecados de los hombres por los méritos infinitamente preciosos del Hombre-Dios; restituir así a Dios la gloria extrínseca que el pecado le había robado; y abrir a los hombres las puertas del Cielo. Esta finalidad se realiza toda en el plano sobrenatural, y en orden a la vida eterna. Ella trasciende absolutamente todo cuanto es meramente natural, terreno, perecible. Fue lo que N. S. Jesucristo afirmó, cuando dijo a Poncio Pilatos: «Mi reino no es de este mundo» (Jn., 18-36).
La vida terrena se diferencia, así, y profundamente, de la vida eterna. Pero estas dos vidas no constituyen dos planos absolutamente aislados uno del otro. Hay en los designios de la Providencia una relación íntima entre la vida terrena y la vida eterna. La vida terrena es el camino, la vida eterna es el fin. El Reino de los Cielos no es de este mundo, pero es en este mundo que está el camino por donde llegaremos hasta él.
Así como la Escuela Militar es el camino para la carrera de las armas, o el noviciado es el camino para el definitivo ingreso en una Orden Religiosa, así la tierra es el camino para el Cielo.
El Reinado de Dios en estado germinativo en la Tierra
Dios debe ser adorado sobre todo en espíritu y en verdad (Jn., 4, 25). Así, debemos ser puros, justos, fuertes, buenos, en lo más íntimo de nuestra alma. Pero si nuestra alma es buena, todas nuestras acciones también deben serlo necesariamente, pues el árbol bueno no puede producir sino frutos buenos (Mat., 7, 17-18). Así, es absolutamente necesario, para que conquistemos el Cielo, no sólo que en nuestro interior amemos el bien y detestemos el mal, sino que por nuestras acciones practiquemos el bien y evitemos el mal.
Pero la vida terrena es más que el camino de la eterna bienaventuranza. ¿Qué es lo que haremos en el Cielo? Contemplaremos a Dios cara a cara, a la luz de la gloria que es la perfección de la gracia, y lo amaremos enteramente y sin fin. Ahora bien, el hombre ya goza de la vida sobrenatural en esta tierra, por el Bautismo. La Fe es una simiente de la visión beatífica. El amor de Dios, que el hombre practica creciendo en virtud y evitando el mal, ya es el propio amor sobrenatural con que él adorará a Dios en el Cielo.
El Reino de Dios se realiza en su plenitud en el otro mundo. Pero para todos nosotros, comienza a realizarse en estado germinativo en este mundo. Tal como en un noviciado ya se practica la vida religiosa, aunque en estado preparatorio, o como en una escuela militar un joven se prepara para el Ejército… viviendo la propia vida militar.
Reinado de Cristo sobre las almas
Y la Santa Iglesia Católica ya es en este mundo una imagen, y más que eso, un verdadero anticipo del Cielo.
Por ello, todo cuanto los Santos Evangelios nos dicen del Reino de los Cielos puede ser aplicado a la Iglesia Católica, a la Fe que ella nos enseña, y a cada una de las virtudes que ella nos inculca.
Es éste el sentido de la fiesta de Cristo Rey. Rey celestial antes de todo. Pero Rey cuyo gobierno ya se ejerce en este mundo. Es Rey quien posee de derecho la autoridad suprema y plena. El Rey legisla, dirige y juzga. Su realeza se hace efectiva cuando los súbditos reconocen sus derechos y obedecen a sus leyes.
Ahora bien, Jesucristo posee sobre nosotros todos los derechos. El promulga leyes, dirige el mundo y juzgará los hombres. Cabe a nosotros tornar efectivo el Reino de Cristo obedeciendo a sus leyes.
Este reinado es un hecho individual, en cuanto considerado en la obediencia que cada alma fiel presta a N. S. Jesucristo. En efecto, el Reinado de Cristo se ejerce sobre las almas; y, pues, el alma de uno de nosotros es una parte del campo de jurisdicción de Cristo Rey. El Reinado de Cristo será un hecho social si las sociedades humanas le prestaren obediencia.
Puede decirse, pues, que el Reino de Cristo se torna efectivo en la tierra, en su sentido individual y social, cuando los hombres en lo íntimo de sus almas como en sus acciones, y las sociedades en sus instituciones, leyes, costumbres, manifestaciones culturales y artísticas, se conforman con la Ley de Cristo.
Por más concreta, brillante y tangible que sea la realidad terrena del Reino de Cristo -en el siglo XIII, por ejemplo- es preciso no olvidar que este Reino no es sino preparación y preludio. En su plenitud, el Reino de Cristo se realizará en el Cielo: «mi reino no es de este mundo…» (Jn.18, 36)
La perfección Cristiana
El Evangelio nos apunta un ideal de perfección: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt. 5, 48). Este consejo que nos fue dado por N. S. Jesucristo, Él mismo nos enseña a realizarlo. En efecto, Jesucristo es la semejanza absoluta de la perfección del Padre Celestial, el Modelo supremo que todos debemos imitar.
Nuestro Señor Jesucristo, sus virtudes, sus enseñanzas, sus acciones, son el ideal definido de la perfección hacia la cual el hombre debe tender.
Las reglas de esa perfección se encuentran en la Ley de Dios, que N. S. Jesucristo anunció «No he venido a abolir, sino a dar cumplimento» (Mt. 5, 17), en los preceptos y consejos evangélicos. Y para que el hombre no cayese en error en interpretar los Mandamientos y los consejos, N. S. Jesucristo instituyó una Iglesia infalible, que tiene el amparo divino para nunca errar en materia de Fe y moral. La fidelidad de pensamiento y de acciones en relación al magisterio de la Iglesia es, pues, el modo por el cual todos los hombres pueden conocer y practicar el ideal de perfección que es N. S. Jesucristo.
Fue lo que hicieron los Santos, que, practicando de modo heroico las virtudes que la Iglesia enseña, realizaron la imitación perfecta de N. S. Jesucristo y del Padre Celestial. Es tan verdadero que los Santos llegaron a la más alta perfección moral que los propios enemigos de la Iglesia, cuando no los ciega el furor de la impiedad, lo proclaman. De San Luis Rey de Francia, por ejemplo, escribió Voltaire: «No es posible al hombre llevar más lejos la virtud». Lo mismo se podría decir de todos los Santos.
En consecuencia del pecado original, el hombre quedó con propensión a practicar acciones contrarias a su naturaleza rectamente entendida. Así, quedó sujeto al error en el terreno de la inteligencia, y al mal en el campo de la voluntad.
Dicha propensión es tan acentuada que, sin el auxilio de la gracia, no les sería posible a los hombres conocer ni practicar, durablemente y en su totalidad, los preceptos del orden natural. Revelándolos en lo alto del Sinaí, instituyendo en la Nueva Alianza una Iglesia destinada a protegerlos contra los sofismas y las transgresiones del hombre, así como los Sacramentos y otros medios de piedad destinados a fortalecerlo con la gracia, remedió Dios esta insuficiencia del hombre.
La gracia es un auxilio sobrenatural, destinado a robustecer la inteligencia y la voluntad del hombre para permitirle la práctica de la perfección. Dios no rehúsa la gracia a nadie. La perfección es, por lo tanto, accesible a todos.
Sobre este tema, recomendamos especialmente el libro «Revolución y Contra-Revolución», que puede bajar gratuitamente.
El ideal Cristiano de perfección social
Si admitiéramos que en determinada población la generalidad de los individuos practica la Ley de Dios, ¿qué efecto se puede esperar de ahí para la sociedad? Eso equivale a preguntar: si en un reloj cada pieza trabaja según su naturaleza y su fin, ¿qué efecto se puede esperar de ahí para el reloj? O, si cada parte de un todo es perfecta, ¿qué se debe decir del todo?
Si hoy en día todos los hombres practicasen la ley de Dios, ¿no se resolverían rápidamente todos los problemas políticos, económicos, sociales, que nos atormentan? ¿Y qué solución se podrá esperar para ellos mientras los hombres vivieren en la inobservancia habitual de la Ley de Dios?
La Civilización Cristiana – La cultura Cristiana
Civilización es el estado de una sociedad que posee una cultura y que creó, según los principios básicos de esta cultura, todo un conjunto de costumbres, de leyes, de instituciones, de sistemas literarios y artísticos propios.
Una civilización será católica, si fuera la resultante de una cultura católica y si, por ende, el espíritu de la Iglesia fuera el propio principio normativo y vital de sus costumbres, leyes, instituciones, y sistemas literarios y artísticos.
Si Jesucristo es el verdadero ideal de perfección de todos los hombres, una sociedad que aplique todas Sus leyes tiene que ser una sociedad perfecta, y la cultura y la civilización nacidas de la Iglesia de Cristo tienen que ser forzosamente, no sólo la mejor civilización, sino la única verdadera. Lo dice el Santo Pontífice Pío X: «No hay verdadera civilización sin civilización moral, y no hay verdadera civilización moral sino con la Religión verdadera» (Carta al Episcopado francés del 28-VIII-1910). De donde se infiere con evidencia cristalina que no hay verdadera civilización, sino como derivación y fruto de la verdadera Religión.
La Iglesia y la Civilización Cristiana
Se engaña singularmente quien suponga que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente individual, y que ella forma sólo personas, y no pueblos, ni culturas, ni civilizaciones.
En efecto, Dios creó los hombres naturalmente sociables, y quiso que los hombres en sociedad trabajasen unos por la santificación de los otros. Por eso los creó también influenciables. Tenemos todos, por la propia presión del instinto de sociabilidad, la tendencia a comunicar en cierta medida nuestras ideas a los otros y, en cierta medida, a recibir la influencia de ellos.
Esto se puede afirmar en las relaciones de individuo a individuo, y del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen efecto sobre nosotros, tienen sobre nosotros una acción pedagógica.
Resistir enteramente a este ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por ósmosis y como por la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por eso los primitivos cristianos no fueron más admirables enfrentando las fieras del Coliseo que manteniendo íntegro su espíritu católico, aunque viviesen en el seno de una sociedad pagana.
Así, la cultura y la civilización son fortísimos medios para actuar sobre las almas. Actuar para su ruina, cuando la cultura y la civilización son paganas. Para su edificación y su salvación, cuando son católicas.
¿Cómo, pues, podría la Iglesia desinteresarse de producir una cultura y una civilización, contentándose con actuar sobre cada alma a título meramente individual?
Nuestra meta: la civilización plenamente católica
Como vemos, lo propio de la Iglesia es producir una cultura y una civilización cristiana. Y producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado tiene ansias de recuperar los espacios infinitos del cielo.
Es ésta nuestra finalidad, nuestro gran ideal. Caminamos hacia la civilización católica que podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal, con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los Cruzados marcharon hacia Jerusalén. Porque si nuestros mayores supieron morir para reconquistar el Sepulcro de Cristo, ¿cómo no querremos nosotros -hijos de la Iglesia como ellos- luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosísimo Sepulcro del Salvador, esto es, su reinado sobre las almas y las sociedades, que Él creó y salvó para que lo amasen eternamente?
(Extractos del magistral artículo del Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, publicado en «Catolicismo» n°1 Enero de 1951 ). *Titulo del texto original: La Cruzada del Siglo XX