El socialismo y el comunismo buscan evitar las desigualdades que provienen de la herencia espiritual y biológica. Para ello tratan de eliminar la familia, educando a todos los niños en escuelas igualitarias estatales.
En todo momento se oye repetir que la justicia requiere que todos tengan las mismas oportunidades en el punto de partida de la vida. Por lo tanto, la educación y los mismos programas de estudios en diversas universidades deben ser iguales para todos. Quien tuviese más valor, fatalmente sobresaldría. El mérito encontraría su estímulo y su recompensa. Y la justicia ‒¡por fin!– imperaría sobre la faz de la tierra.
Un sofisma «cristiano»
Este modo de ver asume a veces una formulación con matices «cristianos» (¿y qué desatino no busca hoy un disfraz «cristiano»?). Dios –se argumenta– premiará al final de su vida a los hombres conforme a sus méritos, sin tomar en cuenta la cuna en la que cada uno nació. Desde la perspectiva de la justicia divina y para los fines de la eternidad, sería una negación del valor de los puntos de partida. Es loable, es digno, es cristiano, en ese caso, que los hombres intenten organizar su existencia terrenal de acuerdo con las normas de la justicia celestial. Y que, por lo tanto, las ventajas de la vida terrena también queden al alcance de todos y al final sean conquistadas por los más capaces.
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Antes de examinar este principio en sí, es conveniente que notemos algunas de las aplicaciones que escuchamos aquí y allá.
La herencia y el derecho de propiedad
Hay hombres de negocios que consideran la herencia de la empresa un privilegio antipático. Sus hijos no son los dueños de la ella por derecho de herencia. Son empleados como los demás, comenzando desde abajo, es decir, de los cargos más modestos, y sólo ascenderán a la dirección de la empresa si fueren los más capaces.
La igualdad y la supresión de la religión
Hay familias ricas y de buena educación, que ven como un imperativo de justicia establecer un patrón único de primaria y secundaria. Que sean cerrados o reformados todos los establecimientos de enseñanza de diversos niveles que existen en la actualidad.
No son tan pocos los que, habiendo acumulado durante su existencia buenas economías, sienten un cierto malestar de conciencia ante la idea de transmitirlas a sus hijos: ¿ellos no se beneficiarán, ipso facto, de un privilegio antipático e injusto, adquiriendo bienes que no vinieron del trabajo propio, ni del mérito personal?
Así, la doctrina compulsoria de la igualdad de los puntos de partida se despliega en consecuencias que pueden derribar el régimen de la propiedad privada.
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Antes de seguir adelante, importa tener en cuenta las contradicciones pintorescas en las que los defensores de estas tesis suelen caer.
Las contradicciones de estos «idealistas»
Idólatras del mérito como único criterio de justicia, favorecen generalmente las escuelas de pedagogía moderna, contrarias a premios y castigos, alegando que los castigos como las recompensas crean complejos. Y, de esta forma, la idea de mérito y ‒su corolario forzoso‒ que es la idea de culpabilidad, son eliminados de la educación de los futuros ciudadanos de una civilización basada en el mérito.
Por otro lado, los mismos endiosadores del mérito se muestran a menudo a favor de cementerios donde todas las sepulturas sean iguales. Así, al final de la existencia terrenal organizada según el criterio del mérito individual, y en el umbral de la vida eterna feliz o infeliz, según el mérito o la culpa, se excluye cualquier reconocimiento especial al mérito.
Tumbas iguales para el sabio insigne y para el hombre común; para quien dirigió a los pueblos y para aquellos que sólo se preocuparon con su propia vida; para la víctima inocente y para el asesino infame; para el promotor de cismas y herejías y para el héroe que vivió y murió defendiendo la Fe.
¿Cómo podemos explicar que se pueda, al mismo tiempo, endiosar tanto el mérito y negarlo completamente?
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Sin embargo, la contradicción más asombrosa de estos partidarios de la igualdad de todos los puntos de partida, se muestra cuando, al mismo tiempo, se dicen entusiastas de la institución familiar. De hecho, ésta es por mil lados la rotunda negación de la igualdad de puntos de partida. Veamos por qué.
La herencia biológica y psicológica
Hay un hecho natural, misterioso y sagrado, que está íntimamente relacionado con la familia. Es la herencia biológica. Es evidente que algunas familias son más dotadas desde este punto de vista que otros; y que a menudo depende de factores ajenos al tratamiento médico o a una educación altamente higiénica. La herencia biológica tiene importantes reflejos en el orden psicológico. Hay familias en las que, a través de muchas generaciones, se transmite el sentido artístico, o el don de la palabra, o el tino médico, o la idoneidad para los negocios y así sucesivamente. La naturaleza misma –y, por tanto, Dios, que es el autor de la naturaleza‒ a través de la familia, quiebra el principio de la igualdad del punto de partida.
La familia, una institución educativa
Además, la familia no es meramente transmisora de un patrimonio biológico y psicológico. Es una institución educativa y, en el orden natural de las cosas, la primera institución educativa y de capacitación. Así, quien es educado por padres altamente dotados en términos de talento, de cultura, de educación o – lo que es capital‒ de moralidad, siempre tendrá un punto de partida mejor. Y el único modo de evitar esto es eliminar la familia, educando a todos los niños en escuelas igualitarias estatales, según el régimen comunista. Por lo tanto, existe una desigualdad hereditaria más importante que el patrimonio y que es una consecuencia directa y necesaria de la existencia de la familia.
La herencia patrimonial
¿Y la herencia del patrimonio? Si un padre tiene verdaderamente entrañas de padre, amará forzosamente más que a los otros a su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre. Por lo tanto, se guiará conforme a la ley cristiana si no ahorra esfuerzos, sacrificios ni vigilias, para acumular un patrimonio que ponga a su hijo al abrigo de tantas desgracias que la vida puede traer. En este afán, el padre habrá producido mucho más que si no tuviese hijos. Después de una vida de trabajo, este hombre expira, alegre por dejar a su hijo en condiciones propicias.
Imaginemos que, en el momento en que acaba de expirar, viene el Estado y, en nombre de la ley, confisca la herencia, para imponer el principio de la igualdad de los puntos de partida. ¿Esta imposición no es un fraude en relación al muerto? ¿Ella no pisotea los más sagrados valores de la familia, un valor sin el cual la familia no es familia, la vida no es vida, es decir, el amor paterno? Sí, el amor paterno que dispensa protección y asistencia al hijo –incluso más allá de la idea de mérito‒ simplemente, de modo sublime, por el simple hecho de ser hijo.
Y este verdadero crimen contra el amor paterno, como es la supresión de la herencia, ¿puede cometerse en nombre de la Religión y la Justicia?
Folha de S. Paulo, 11 de diciembre de 1968