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Una de las cosas que seguramente a Ud. lo distraen cuando va sentado en la micro o está aguardando en la sala de espera de una consulta, o mientras le preparan el plato que pidió en un restaurante, es observar a los otros que lo rodean, estudiar sus reacciones, sus preocupaciones, sus fisionomías. Pero lo que seguramente le llama más la atención es verlos “jugar” con sus aparatos electrónicos.
Sí, cada vez con más frecuencia y en distintas circunstancias, buena parte de quienes nos rodean, y quizás nosotros mismos, sacamos nuestros propios aparatos. Puede ser que sea para comunicarse con el “jefe”, o para “chatear” con un amigo o que estemos simplemente subiendo un mensaje a twitter, o quizás, jugando solitario en el game play.
El denominador común de todos quienes así se entretienen es la atención con que manipulan sus aparatos, lo absortos que parecen, lo lejanos del ambiente en que se encuentran. Lo único que parece interesarles es el “juego” que brilla en la pantalla.
Tal “jugador” puede ser de 12, 30 ó 45 años, en realidad la edad no hace la diferencia, sólo que, mientras más joven, los dedos se mueven con más agilidad y la concentración parece aumentar.
Observándolos uno llega a preguntarse, si el hombre adulto es realmente un homo sapiens, como siempre se enseñó o si pasamos de ser unos simples “homo ludens”, como lo llamó el filósofo e historiador holandés Johan Huizinga, en su libro del mismo nombre.
El problema, que a primera vista puede parecer ser secundario, es más importante y más serio que lo que habitualmente se piensa.
La tesis de esta obra ya clásica de Hiuzinga, publicada en el año 1938, es una apología de la diversión, del ocio, de las vacaciones, del entretenimiento, como actividades mucho más humanas, productivas e interesantes que el trabajo, la concentración, la reflexión o la madurez. En una palabra, el autor sitúa el juego como la actividad humana por excelencia.
Por su parte, la exposición realizada el año pasado en el famoso Museo de Arte Moderno de Nueva York, conocido mundialmente como “MoMA”, consagrada al tema: “El siglo del Niño”, vino a insistir sobre la importancia del juego.
La tesis general de esta importante exposición consistió en demostrar que, desde 1900 a 2000, fue inventado y construido un mundo específicamente destinado a los niños y a sus necesidades, en la clase y en la casa, en la hora de estudiar, de jugar y de divertirse. A lo largo del siglo XX, los niños dejaron de ser considerados como adultos en miniatura o incompletos, para transformarse en una especie autónoma y, supuestamente, mejores que los adultos. De acuerdo a esta tesis, sin las malas influencias de los adultos, los niños podrían ser geniales, inocentes y puros como habría sido el “buen salvaje”. Poco importaba preguntarse lo que es realmente un niño y de qué barbaries no es capaz sin la ayuda de los mayores.
En la onda de esta corriente se redactaron los “derechos del Niño” y se consagró toda una legislación para promoverlos.
Ahora, al pasar de un siglo a otro, parece que se está comenzando otro leit motiv. El siglo XXI ya no es el siglo del niño, sino el siglo del juego.
¿Cuál será la razón de esta transformación?
Independiente de lo que digan sociólogos y psicólogos, lo que es claro es que el raciocinio está con las acciones bajas. Pero como lo propio del homo sapiens es raciocinar, y el pensamiento, así como las convicciones que él proporciona, están cada vez menos consideradas, forzosamente se debe concluir que el hombre sapiens está en decadencia.
Hoy estamos en el apogeo “del pensamiento débil”. Y cuando la acción más central del hombre, que es el pensar, comienza a ser considerada como secundaria, naturalmente, al mismo tiempo, las otras acciones más instintivas comienzan a crecer en importancia. Y entre ellas, una de las más instintivas es la de jugar.
Así, todo se va transformando en un juego. Lo que no sea jugar parece aburrido, tedioso, sin gracia.
El propio trabajo diario debe ser considerado un juego. Las modas serias, propias de adultos pensantes, se van cambiando por modas más deportivas y “casuales”; los zapatos se van abandonando y cambiados por zapatillas de deportes o algo parecido a eso. Las apariencias en general deben ser risueñas y optimistas, como quien está en un partido, como quien no piensa.
La propaganda de ropa de una de las grandes tiendas, anuncia “ropa antiedad”
¿Le parece que exageramos?
Preste un poco de atención en lo que lo rodea y verá que no estamos forzando la realidad.
Pero Ud. me dirá que hoy se ve mucho más agresividad que antes, y eso muestra que las reacciones no son infantiles, sino propias de adultos.
No. Al contrario, lo propio del niño es que, cuando no está entretenido con su juguete, se aburre. Y cuando un niño está aburrido, está a un paso de pelearse con el niño que está al lado o con sus propios papás, por cualquier bagatela.
Análogamente, el adulto que no está conectado con su juguete, es huraño e instintivamente, de un momento para otro se transforma en un agresor.
En realidad, la sociedad del juego, es la sociedad de los instintos primarios. Y ellos son extremamente peligrosos para la convivencia. Basta ver las matanzas ocurridas en colegios de los Estados Unidos.
Pero hay algo peor. Si todo es un juego, la realidad se confunde con la imaginación. Y cuando no existe una separación clara entre las dos cosas, nada puede ser considerado en serio.
Así los compromisos, las responsabilidades, los esfuerzos de la voluntad, la palabra empeñada, los propósitos; en resumen, todas las cosas que son propias del adulto, pasan a ser finalidades inconsistentes y efímeras.
Y lógicamente la familia -basada en el cumplimiento de los deberes y en la promesa de la fidelidad, mantenida con los esfuerzos de la voluntad y unida por principios de una visión trascendente de la vida- pasa a ser la ilusión de un juego para un número creciente de jóvenes.
Pero como todo juego, cuando es muy largo, termina aburriendo y es dejado de lado, así también se disuelven las familias para entretenerse, en este caso, con otra “pareja”.
En una época en que todo es juego, no sólo la familia es afectada. Todos los frutos del raciocinio pasan a declinar. La propia idea del progreso en todas las esferas, que no sean estrictamente la industria lúdica, también comienza a ser considerado secundario, cuando no peligroso o poco sustentable.
En realidad, el fenómeno no es enteramente nuevo. Ya los romanos, antes de la conversión a la Fe católica, sólo se preocupaban de tener “pan y circo”. La única diferencia es que el “circo” de nuestros días no es un enorme anfiteatro donde todos se juntan para asistir a un mismo espectáculo. Hoy el circo es individualista y tiene la medida de la palma de una mano. Pero el espíritu es el mismo.
En la época del comienzo del racionalismo, Descartes dijo: “pienso, luego existo”. El hombre del siglo XXI parece decir: “Juego, luego existo”.
¿No le parece que éste es un tema para meditar y preguntarnos cuánto hay en nosotros mismos de “homos lúdicos”?