Para tener derecho de ciudadanía en ciertos ambientes, hay hombres que trabajan hasta matarse con infartos cardíacos; señoras que ayunan como ascetas de la Tebaida. Para perder una «ciudadanía» de tal «valor», sólo por amor a los principios, ¡es necesario realmente amar mucho los principios!
Cuándo se debe ser intolerante
Antes de todo, es necesario subrayar que existe una situación en la cual el católico debe ser siempre intolerante, y esta regla no admite excepciones. Es cuando se desea que, para complacer a otros, o para evitar algún mal mayor, practique algún pecado. Pues todo pecado es una ofensa a Dios. Y es absurdo pensar que en alguna situación Dios pueda ser virtuosamente ofendido.
Y esto es tan obvio, que parecería superfluo decirlo. Entre tanto, en la práctica, cuántas veces sería necesario recordar este principio. Así, por ejemplo, nadie tiene el derecho de, por tolerancia con los amigos, y con la intención de despertar su simpatía, vestirse de modo inmoral, adoptar las maneras licenciosas o livianas de las personas de vida desarreglada, ostentar ideas temerarias, sospechosas o incluso erróneas, o alardear de tener vicios que en la realidad -por la gracia de Dios- no se tienen.
Que un católico, consciente de los deberes de fidelidad que tiene en relación con la escolástica, profese otra filosofía sólo para granjearse simpatías en cierto medio, es una forma de tolerancia inadmisible. Pues peca contra la verdad quien profesa un sistema que sabe que tiene errores, a pesar de que estos no sean contra la fe.
Pero los deberes de la intolerancia, en casos como estos, van más lejos.
¿Qué es la tolerancia? – Parte I
No basta no practicar el mal: nunca podemos aprobarlo
No basta que nos abstengamos de practicar el mal. Es incluso un deber que nunca lo aprobemos, por acción o por omisión.
Un católico que, ante del pecado o del error, toma una actitud de simpatía, peca contra la virtud de la intolerancia. Es lo que se da cuando se presencia, con una sonrisa, sin restricciones, una conversación o una escena inmoral; o cuando, en una discusión, se reconoce a otros el derecho a abrazar la opinión que quieran sobre religión. Esto no es respetar a los adversarios, sino ser conniventes con sus errores o pecados. Esto es aprobar el mal. Y esto, un católico no puede hacerlo jamás.
A veces, sin embargo, se llega a eso pensando que no hay pecado contra la intolerancia. Es lo que ocurre cuando ciertos silencios frente al error o al mal dan la idea de una aprobación tácita.
En todos estos casos, la tolerancia es un pecado, y sólo en la intolerancia consiste la virtud.
Leyendo estas afirmaciones es admisible que ciertos lectores se irriten. El instinto de sociabilidad es natural al hombre. Y este instinto nos lleva a convivir con los otros de modo armonioso y agradable.
No podemos imitar, no podemos concordar, no podemos callar
Ahora bien, en circunstancias cada vez más numerosas, el católico está obligado, dentro de la lógica de nuestra argumentación, a repetir delante del siglo el heroico «Non Possumus» de Pío IX: No podemos imitar, no podemos concordar, no podemos callar. Enseguida se crea en torno de nosotros aquel ambiente de guerra fría o caliente con que los partidarios de los errores y modas de nuestra época persiguen con implacable intolerancia, y en nombre de la tolerancia, a todos los que osan no concordar con ellos. Una cortina de fuego, de hielo, o simplemente de celofán nos cerca y aísla. Una velada excomunión social nos mantiene al margen de los ambientes modernos. Y a esto el hombre tiene casi tanto miedo como a la muerte. O más que a la propia muerte.
Los ídolos no pueden ser criticados
No exageramos. Para tener derecho de ciudadanía en tales ambientes, hay hombres que trabajan hasta matarse con infartos y anginas cardíacas; hay señoras que ayunan como ascetas de la Tebaida, y llegan a exponer gravemente su salud. Para perder una «ciudadanía» de tal «valor», sólo por amor a los principios, ¡sería necesario realmente amar mucho a los principios!
La pereza y los deberes del católico
Otra dificultad es la pereza. Estudiar un asunto, compenetrarse de él, tener enteramente a mano en cualquier oportunidad los argumentos para justificar una posición: cuánto esfuerzo… cuánta pereza. Pereza de hablar, de discutir, es claro. Sin embargo, aún más, pereza de estudiar. Y sobre todo, la suprema pereza de pensar con seriedad sobre algo, de compenetrarse de algo, de identificarse con una idea, un principio! La pereza sutil, imperceptible, omnímoda, de ser serio, de pensar seriamente, de vivir con seriedad, cuanto aparta de esta intolerancia inflexible, heroica, imperturbable, que en ciertas ocasiones y en ciertos asuntos es hoy como siempre el deber del verdadero católico.
La pereza es hermana de la displicencia. Muchos preguntaran por qué tanto esfuerzo, tanta lucha, tanto sacrificio, si una golondrina no hace verano, y con nuestra actitud los otros no mejoran. ¡Extraña objeción! Como si debiésemos practicar los Mandamientos sólo para que los otros los practiquen también, y estuviésemos dispensados de hacerlo en la medida que los otros no nos imiten.
El oportunismo
Testimoniamos delante de los hombres nuestro amor al bien, y nuestro odio al mal, para dar gloria a Dios. Y aunque el mundo entero nos reprobase, deberíamos continuar haciéndolo. El hecho de que los otros no nos acompañen, no disminuye los derechos que Dios tiene a nuestra entera obediencia.
Pero estas razones no son las únicas. Existe también el oportunismo. Estar de acuerdo con las tendencias dominantes, es algo que abre todas las puertas y facilita todas las carreras. Prestigio, confort, dinero, todo. Todo se torna más fácil y más al alcance si se concuerda con la influencia dominante.
De este modo, puede verse cuánto cuesta el deber de la intolerancia. Lo que nos da el punto de partida para el artículo siguiente, donde pretendemos tratar de los límites de la intransigencia y de los mil medios que hay para eludirla.