El juez que cometió el crimen profesional más monstruoso de toda la historia, no fue impulsado a ello por el tumulto de ninguna pasión ardiente.
No lo cegó el odio ideológico, ni la ambición de nuevas riquezas, ni el deseo de complacer a ninguna Salomé.
Lo movió a condenar al Justo, el recelo de perder el cargo pareciendo poco celoso de las prerrogativas del César; el miedo de crearse para sí complicaciones políticas, desagradando al populacho judío; el miedo instintivo de decir “no”, de hacer lo contrario de lo que se pide, de enfrentar el ambiente con actitudes y opiniones diferentes de las que en él imperan…