«En un pueblo digno de este nombre, todas las desigualdades, que no nacen del arbitrio, sino de la propia naturaleza de las cosas, desigualdades de cultura, de riquezas, de posición social –sin perjuicio, claro está, de la justicia y de la caridad mutua–, no son de hecho un obstáculo para que exista y predomine un auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad.
Las enseñanzas de Pío XII
Antes de abordar los textos de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana, parece conveniente evitar el sobresalto que la lectura de los presentes comentarios podrá producir a ciertas personas influenciadas por el populismo radicalmente igualitario de nuestros días, así como a otras –pertenecientes quizá a la nobleza o a élites análogas– que tendrán miedo de enfurecer a los corifeos de dicho populismo con la afirmación franca y desinhibida de muchas de las tesis enunciadas a lo largo de este trabajo.
Para ello, resulta oportuno evocar y explicar la verdadera doctrina católica sobre las justas y proporcionadas desigualdades en la jerarquía social, y eventualmente también en la jerarquía política.
Legitimidad y hasta necesidad de que existan justas y proporcionadas desigualdades entre las clases sociales
La doctrina marxista de la lucha de clases afirma el carácter injusto y nocivo de todas las desigualdades y la consecuente licitud de que la clase menos alta, se movilice a nivel universal para eliminar a las más altas.
“¡Proletarios de todos los países, uníos!” este es el conocido grito con que Marx y Engels concluyeron el manifiesto comunista de 1848. [1]
En sentido contrario, la doctrina católica tradicional afirma la legitimidad e incluso la necesidad de que existan justas y proporcionadas desigualdades entre los hombres y condena, en consecuencia, la lucha de clases.
Legítima defensa de clase pero no guerra de exterminio
Obviamente, esa afirmación no se aplica a una clase que se empeñe en que le sea reconocida en el cuerpo social, o eventualmente en el político, la posición que le pertenece, e incluso luche a favor de ello; pero la Iglesia se opone a que la legítima actitud de defensa de una clase agredida degenere en una guerra de exterminio de las demás o en el rechazo de la posición que respectivamente les corresponde dentro del conjunto social.
El católico debe desear que exista mutua paz y armonía entre las diversas clases, y no una lucha crónica, máxime cuando lo que se pretende es establecer una igualdad completa y radical.
Todo esto se comprendería mejor si las admirables enseñanzas de Pío XII sobre pueblo y masa hubiesen sido adecuadamente difundidas por todo Occidente.
“¡Oh Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”, exclamó la famosa revolucionaria francesa Madame Roland, junto a la guillotina en que fue ejecutada por decisión del régimen del Terror. [2]
Contemplando la historia de nuestro perturbado siglo XX se podría análogamente exclamar:
“¡Pueblo, pueblo, cuántos desatinos, cuántas injusticias, cuantos crímenes cometen en tu nombre los demagogos revolucionarios de hoy en día!”
Es cierto que la Iglesia ama al pueblo y se ufana de haberlo hecho de modo especial desde el primer momento en que fue instituida por su Divino Maestro.
¿Qué es el pueblo?
Pero, ¿qué es el pueblo?
Es algo muy diferente de la masa; sí, de la masa agitada como el mar revuelto, fácil presa de la demagogia revolucionaria.
A esas masas la Iglesia, que es madre, tampoco les recusa su amor; antes bien, precisamente movida por él, les desea el bien precioso de que sean ayudadas a pasar de la condición de masa a la de pueblo.
¿No habrá, sin embargo, en esas afirmaciones un mero juego de palabras?
¿Qué es la masa? ¿Qué es el pueblo?
Pueblo y multitud amorfa: dos conceptos diferentes
Las admirables enseñanzas de Pío XII explican muy bien esta diferencia, y describen claramente como ha de ser la natural concordia que, al contrario de lo que afirman los profetas de la lucha de clases, puede y debe existir entre las élites y el pueblo.
Afirma Pío XII en su Radiomensaje de Navidad de 1944: [3] Pueblo y multitud amorfa o, como se suele decirse, masa, son dos conceptos diferentes.
El verdadero pueblo
1.- “El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es de por sí inerte y no puede ser movida sino desde fuera.”
2.- “El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales –en su propio puesto y a su manera,– es una persona consciente de sus propias responsabilidades y convicciones.
Pobreza y desigualdad, qué pensar?
La masa
«La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en las manos de cualquiera que sepa manejar sus instintos o sus impresiones, pronta para seguir alternadamente hoy esta bandera, mañana aquella otra.”
3.- “De la exuberancia de vida de un verdadero pueblo, la vida se esparce, abundante y rica, por el Estado y por todos sus órganos, infundiendo en ellos, con vigor incesantemente renovado, la conciencia de su propia responsabilidad, el verdadero sentido del bien común.
La masa se deja manipular
«Sin embargo, de la fuerza elemental de la masa, manejada y aprovechada con habilidad, puede servirse también el Estado: en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos, agrupados artificialmente por tendencias egoístas, el propio Estado –con la ayuda de la masa, reducida a simple máquina– puede imponer su capricho a la parte mejor del verdadero pueblo; el interés común queda así golpeado gravemente durante largo tiempo, y la herida es con frecuencia muy difícil de curar”.
También en una democracia deben existir las desigualdades provenientes de la naturaleza
A continuación, el Pontífice distingue entre verdadera y falsa democracia: la primera es corolario de la existencia de un verdadero pueblo; la segunda es consecuencia, a su vez, de la reducción del pueblo a la condición de mera masa humana.
4.- “De ello se desprende claramente otra conclusión: la masa –tal como acabamos de definirla– es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad.”
5.- “En un pueblo digno de este nombre, el ciudadano siente en si mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su propia libertad unida al respeto a la libertad y a la dignidad de los demás.
Pueblo y desigualdades proporcionadas
«En un pueblo digno de este nombre, todas las desigualdades, que no nacen del arbitrio, sino de la propia naturaleza de las cosas, desigualdades de cultura, de riquezas, de posición social –sin perjuicio, claro está, de la justicia y de la caridad mutua–, no son de hecho un obstáculo para que exista y predomine un auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad.
«Por el contrario, lejos de perjudicar de ningún modo la igualdad civil, dichas desigualdades le confieren su legítimo significado; es decir, que, frente al Estado, cada uno tiene el derecho de vivir honradamente su propia vida personal en el puesto y en las condiciones en que los designios y las disposiciones de la Providencia le han colocado.”
Esta definición de la genuina y legítima igualdad civil, así como de los correlativos conceptos de fraternidad y comunidad mencionados en el mismo párrafo, esclarece, a su vez, con gran riqueza de pensamiento y propiedad de expresión, lo que son según la doctrina católica la verdadera igualdad, fraternidad y comunidad; igualdad y fraternidad éstas, radicalmente opuestas a aquellas que, en el siglo XVI, las sectas protestantes instauraron en mayor o menor medida en sus respectivas estructuras eclesiásticas, como también al tristemente célebre trilogía que la Revolución Francesa y sus adeptos enarbolaron en todo el mundo como lema en el orden civil y social, y que la Revolución comunista de 1917 extendió, por fin, al orden socio-económico. [4]
Esta observación es particularmente importante si se toma en consideración que, en el lenguaje usado corrientemente tanto en las conversaciones particulares como en los mass–media, estas palabras son entendidas en el sentido erróneo y revolucionario en la mayoría de los casos.
4. En una democracia desvirtuada la libertad se transforma en tiranía y la igualdad degenera en nivelación mecánica
Después de haber definido lo que es la verdadera democracia, Pío XII pasa a describir la falsa:
La falsa democracia
6.- “En contraste con este cuadro del ideal democrático de libertad e igualdad en un pueblo gobernado por manos honradas y previsoras, ¡qué espectáculo ofrece un Estado democrático abandonado al arbitrio de la masa!
«La libertad, en cuanto deber moral de la persona, se transforma en una pretensión tiránica de dar libre desahogo a los impulsos y a los apetitos humanos, con perjuicio de los demás.
«La igualdad degenera en una nivelación mecánica, en una uniformidad monocroma; el sentimiento del verdadero honor, la actividad personal, el respeto a la tradición, la dignidad, en una palabra, todo aquello que da a la vida su valor, poco a poco se hunde y desaparece.
«Solamente sobreviven, por una parte, las víctimas engañadas por la llamativa fascinación de la democracia, confundida ingenuamente con el propio espíritu de la democracia, con la libertad y la igualdad; y, por otra parte, los explotadores más o menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o de la organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada o el propio poder.” [5]
En estos principios del Radiomensaje de Navidad de 1944 se funda gran parte de las enseñanzas enunciadas por Pío XII en las alocuciones dirigidas al Patriciado y a la Nobleza romana, así como a la Guardia Noble Pontificia.
A partir de esta situación objetivamente descrita por el Pontífice, es evidente que, como veremos a continuación, incluso en los días de hoy, en un Estado bien ordenado –sea monárquico, aristocrático o democrático– cabe a la Nobleza y a las élites tradicionales una alta e indispensable misión.
Extraído de la obra Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana, Cap. III
[1] Karl MARX, Friedrich ENGELS, Obras (Edición dirigida por Manuel Sacristán Luzón), Crítica (Grijalbo), Barcelona-Buenos Aires-México, 1978 vol. 9. p. 169
[2] J. B. Weiss, Historia Universal, Tipografía la Educación, Barcelona, 1931, vol. XVII, p. 676.
[3] Es del autor la numeración que separa los párrafos.
[4] Cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución. Bajar el libro gratuito aquí
[5] Discorsi e Radiomessaggi, vol. VI, pp. 239-240.