«Quien no vivió antes de 1789 (Revolución francesa) no conoció la dulzura de vivir».
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Hoy hemos querido hacernos eco de estas palabras de Talleyrand (1) para ofrecer a nuestros lectores algunas consideraciones al respecto.
En efecto, numerosos testimonios históricos muestran que a fines del siglo XVIII en Francia reinaban la gentileza, la cortesía y la dulzura de vivir.
Esta frase célebre puede ser comprendida con dificultad en todo su sentido y alcance por el hombre contemporáneo. Nuestro tiempo está siendo marcado por una especie de «malaise de vivre», un malestar de vivir, cuyas manifestaciones son la enfermedad social de la «depresión» y la espantosa difusión del suicidio, aún entre los más jóvenes.
La «douceur de vivre» y el hombre contemporáneo
Para el hombre contemporáneo, sumergido en el hedonismo y casi incapaz de experimentar las auténticas alegrías espirituales, la expresión «douceur de vivre» tiene un significado puramente material y no se reduce sino a esta satisfacción amarga nacida del consumo y del disfrute de los bienes meramente sensuales.
«Douceur de vivre», en la expresión de Talleyrand, tiene, por el contrario, un sentido más profundo y sutil. Ella puede ser comprendida como una brisa ligera que fluctuaba, desde los lejanos tiempos de la Edad Media, sobre todo el cuerpo social.
Un fruto de la Civilización cristiana medieval
Los orígenes de esta «dulzura de vivir» remontan a la Civilización cristiana medieval y está relacionada con la concepción cristiana de la existencia, que une inseparablemente la felicidad del hombre a la gloria de Dios.
La soledad, un mal contemporáneo mundial
La doctrina católica y la experiencia de cada día nos enseñan cuán dramática es la vida humana. Sin embargo, el esfuerzo, el sufrimiento, el sacrificio, la lucha, pueden dar una alegría interior que lleva a esparcir dulzura en este valle de lágrimas que es nuestra existencia. Fuera de la Cruz, no hay felicidad ni dulzura posibles, sino solamente la búsqueda de un placer ciego, porque desordenado, que lleva a la amargura y a la desesperación.(2)
«Se puede decir de la alegría lo que San Bernardo decía de la gloria, que ella es como la sombra: si la perseguimos, ella huye; si huimos de ella, ella nos persigue. No existe verdadera gloria sino en Nuestro Señor Jesucristo, es decir, a la sombra de su Cruz. Cuanto más el hombre es mortificado, es más alegre. Cuanto más busca los placeres, más triste es.
El proceso de descristianización
«Por esta razón a lo largo de los siglos de apogeo de la Civilización cristiana, el hombre era feliz: es suficiente pensar en la Edad Media. Hoy, mientras más se «descatoliza», más se torna triste.
«De generación en generación, estos cambios se acentúan. El hombre del siglo XIX, por ejemplo, ya no tenía las alegrías de la alegría de vivir del hombre del siglo XVIII. Sin embargo, ¡cuánto más rico en paz y bienestar interior era que el hombre de hoy!» (3)
Descripción de los últimos restos de esta dulzura de vivir
Este estado de espíritu se conservó en diversa medida en los pueblos europeos, hasta la Primera Guerra Mundial. El historiador Marcel Brion nos cuenta algunas trazos de esta felicidad de situación que tenían los vieneses.
«Los vieneses no constituían un pueblo político en el sentido de que no exigían que se les asociara a la discusión y a la solución de los problemas que interesaban a la vida del Imperio.
«En conjunto su posición ideológica era aproximadamente ésta: Dios, en su providencia, nos da soberanos a quienes dota de todas las cualidades necesarias para gobernarnos bien. Sólo tenemos que imitar a los niños que deben respetar a sus padres, ya que los soberanos son nuestros padres, obedecerles y aceptar sus decisiones como las que más convienen al bien del país.(…)
«Poco inclinado a reivindicar derechos absolutamente teóricos y abstractos, deseoso ante todo de bien vivir, en paz y cómodamente, el vienés no tenía, o tenía muy raramente el alma de un rebelde.(…) La cuestión social no se planteaba; las «ideas de 1789» que tuvieron tan violenta repercusión en Alemania, no conmovieron a Austria, por la sencilla razón de que no existía pretexto alguno sobre el cual articular un movimiento revolucionario. La riqueza del país permitía a todos gozar de la abundancia(…)la vida era muy barata y el pequeño artesano ganaba lo bastante como para hacer una comilona cuando le daba la gana.(…)
«Bauerlé cuenta también, en su diario, un jocoso episodio que se remontaba a su infancia, y que ilustra muy bien la situación social de las diversas «capas» del pueblo vienés.
Habiendo ido un día con su padre a la cervecería de Penzing, se sorprendieron ambos de la animación que allí reinaba, de la cantidad de arañas que iluminaban el comedor y del estrépito que producía una orquesta. Cuando el padre de Bauerlé preguntó quiénes eran los personajes que celebraban tamaña fiesta en su establecimiento, el hospedero le respondió que se festejaba una «boda de mendigos».
Los padres de la novia eran muy conocidos en la ciudad, pues el padre, apodado Duckerl, tenía su puesto fijo en el Puente de Piedra, y su mujer pedía limosna en la Burgtor, resultándoles tan fructífero su comercio que vivían de él cómodamente y hasta podían ahorrar cada año algunos centenares de florines. Estaban por lo tanto en condiciones de dar a su hija una dote de varios miles de florines y de celebrar fastuosamente las bodas.(…)
«Que las peregrinaciones a los santuarios urbanos o rurales no siempre vayan acompañadas de una ascética reserva, lo explica el carácter vienés, jovial, ligero y benévolo.
Una religión triste y sombría no hubiera sido popular, y en el amor que se profesaba por la Virgen y los santos honrados e implorados en el transcurso de esas peregrinaciones, es preciso ver la confianza ingenua, y casi pueril, pero sincera y profunda de un niño hacia sus padres.
Este aspecto casi familiar de la religiosidad austríaca constituye el fondo de la vida espiritual de ese pueblo; no hay que olvidar que el catolicismo posterior al Concilio de Trento, tan sabiamente estudiado por Emile Mâle en sus expresiones artísticas, favorecía esa devoción amable, esa intimidad entre la humanidad y la divinidad. es difícil concebir una Austria puritana y jansenista: nada hubiese sido menos «natural».(…)
«La presencia de la corte y de los grandes favorecía sobre todo a los comercios de lujo, sastres, bordadores, pasamaneros, joyeros y talabarteros. (…)Viena fue siempre la capital del objeto raro, refinado, precioso tanto en materia como en trabajo, y el lujo de los poderosos, muy lejos de despertar envidia o celos, aparecía como una legítima fuente de provecho para todos.
«Esta aristocracia que vive en palacios de teatro, se pasea en lujosos carruajes que, desde esa época constituyen, como lo harán siempre, la gloria de Viena.
Estos van precedidos de lacayos con trajes húngaros, de recaderos que llevan mensajes en el puño de oro del largo bastón que utilizan para abrirse paso a través de la multitud, y que están vestidos a la turca según la usanza de ese tiempo en que el orientalismo se ponía de moda, con fajas, plumas y botas de extremo curvado.
Todo eso daba a la ciudad un aire de fiesta, pues, así como los palacios se erguían con frecuencia en medio de una confusa mezcla de casa burguesas y aún de pobres moradas, de igual modo a esa nobleza, tan orgullosa de su antigüedad y de su poder, no le repugnaba codearse con el pueblo bajo en las mil circunstancias de la vida en que se hallaban juntos.(…)
«El pueblo tenía por sus soberanos un apego que no se manifestaba al verlos en explosiones de alegría, sino más bien en una especie de amistad deferente, como si fuese natural, cotidiano, que el monarca circulara familiarmente entre sus súbditos.
Para el Conde de Sainte-Aulaire, habituado a las muchedumbres francesas, es «un espectáculo curioso» el del emperador transitando por el Prater o el Augarten casi sin escolta, sin vigilancia policial, ya que un padre nada tiene que temer en medio de sus hijos, ni siquiera una impertinencia.(…)
Sainte-Aulaire relata en sus «Mémoires», observar esa particularidad propia del carácter vienés, para el cual la familiaridad no corría jamás el peligro de degenerar en falta de respeto.(…)
(…) «el ininterrumpido cortejo de carruajes de todo género, los más humildes junto a los más espléndidos sin que sus ocupantes fuesen jamás rozados con una mirada de celos o de envidia. El «odio de clases» era desconocido en Viena antes de la revolución de 1848 que, por sus excesos y por la dureza de su represión, comenzó a crear un foso entre los «pobres» y los «ricos», y en consecuencia sucedía que esos coches chocasen y hasta se enganchasen sin provocar más que una sonrisa divertida o un gesto de excusa; cuando los cocheros terminaban injuriándose, lo hacían no obstante sin convicción, por costumbre, y en tono de chanza.
«La felicidad de los vieneses a pesar de las calamidades públicas como la guerra y la peste, la inundación y los sufrimientos privados de los cuales los austríacos, como cualquier otro pueblo, no estuvieron exentos, estaba hecha de ese «arte de vivir» que se había desarrollado espontáneamente, orgánicamente; en circunstancias materiales favorables, es preciso decirlo, pero también, y sobre todo, en virtud de un disposición natural por la dicha que es un rasgo de carácter muy importante, sin el cual, probablemente, esas buenas gentes se habrían creído oprimidas por sus soberanos, y habrían sentido la familiaridad y la benevolencia de éstos, simple y afectuosa, como un paternalismo taimado, capaz de atentar contra sus libertades naturales.
Los pueblos, como los individuos, se muestran más o menos capaces de «hacer su dicha» con los elementos que el destino a puesto a su disposición; que los acontecimientos exteriores desempeñen su papel en la distribución de las satisfacciones terrenas sobre las que se basa en parte la felicidad, (¿quién lo negaría?
Pero el deslumbrante esplendor de que se adornó Viena tras los sufrimientos del asedio turco, la energía y el valor con los que se reconstruyó después de los desastres de la guerra de 1939-1945 demuestran con impresionante evidencia ese don que las hadas le han hecho de saber sonreír igualmente en la felicidad y en la desdicha». (4)
Notas
2 Roberto de Mattei, «El Cruzado del Siglo XX, Plinio Corrêa de Oliveira», L’Age d’Homme, Laussane, 1997.
3 Plinio Corrêa de Oliveira, Ambientes, Costumbres y Civilizaciones, Ambientes, Costumbres, Civilizaciones y las mentalidades
4 Marcel Brion, «La vie quotidienne à Vienne à l’époque de Mozart et de Schubert», Librairie Hachette, 1959.