La verdadera gloria resulta del sufrimiento y de la lucha. Lucha árida, sin belleza sensible, ni poesía definible. Lucha en que se avanza a veces en la noche del anonimato, en el lodo del desinterés o de la incomprensión.
A lo lejos una multitud asiste -con el habitual entusiasmo, como es natural- a un desfile de los granaderos de la Reina en su uniforme de gala.Desde hace mucho, la táctica militar volvió inútiles uniformes como estos, pantalones negros, chaqueta roja con cinturón y correas blancas, guantes blancos y un gran gorro de piel. Pero él se conserva para efectos morales: mantener la tradición del ejército y hacer sentir al pueblo el esplendor de la vida militar.
La gloria, en efecto, debe expresarse con símbolos. De ellos se sirve Dios para manifestar a los hombres Su propia grandeza. Y en esto, como en lo demás debemos imitar a Dios. Ahora, el uniforme de los granaderos, su marcha impecablemente cadenciada y alineada, la ufanía con que el portaestandarte conduce el pendón nacional y el tambor mayor indica el rumbo de la marcha, el redoble de los tambores y el toque de los clarines, todo, en una palabra, expresa la belleza moral inherente a la vida militar: elevación de sentimientos, abnegación hasta la sangre, fuerza para emprender, arriesgar y vencer, disciplina, gravedad, heroísmo.
Hay gloria, y verdadera gloria, brillando en todo este ambiente.
Pero, al final, ¿la gloria es sólo esto? ¿Consiste en vestir uniformes anacrónicos, ejecutar maniobras que ya no tienen ninguna relación real con la batalla moderna, tocar tambores y clarines, y pisar firme en el suelo para adquirir para sí y dar a los otros la impresión de que es un héroe? ¿Consiste en avanzar valientemente en un campo sin obstáculos ni riesgos, como quien va al encuentro de un enemigo que no está presente?, ¿y ganar cómo premio los aplausos calurosos de la multitud? ¿Esto es gloria? ¿O teatro, representación, opereta?
En nuestra segunda foto tenemos la otra cara de la gloria militar. Inmerso enteramente en la tragedia de la lucha armada este joven soldado de la guerra de Corea parece no tener edad definida. De la juventud tiene él la robustez. Pero el brillo y la lozanía desaparecieron. Su piel curtida por días interminables de sol, noches enteras de viento y tempestad, parece haber tomado una consistencia no muy diversa del cuero. En el traje ni la más leve preocupación de elegancia: todo está dispuesto para abrigarse contra la rudeza del clima y permitir movimientos desembarazados y ágiles, en el lodo, en la selva, en las escarpadas rocas, bajo la acción implacable de los bombardeos.
La lucha, la resistencia y el avance son los objetivos a que todo está ordenado en este hombre. Su fisonomía desde hace mucho tiempo no es iluminada por una sonrisa, su mirada parece inmovilizada en la vigilancia continua contra los hombres y los elementos.
En él no hay preocupación de los grandes lances, ni de los gestos teatrales. Está vuelto hacia las mil trivialidades de la auténtica vida cotidiana de las guerras. No quiere representar ante sí o ante los otros un gran papel. Quiere la victoria de una gran causa. Es lo que explica su seriedad, su dignidad y su fuerza de resistencia.
Todo él está penetrado hasta las últimas fibras por un gran cansancio y un gran dolor. Pero un cansancio menor que la inflexible resistencia de alma y cuerpo que lo supera y vence. Un dolor conscientemente sentido y aceptado hasta sus últimos límites y consecuencias, por amor a la causa por la que está luchando.
Si quieres paz, prepárate para la guerra
Esta es la cara dolorosa y tal vez trágica de la vida militar. En esto es que está el merito, de ahí es que nace la gloria.
Uniformes vistosos, armas relucientes, marchas cadenciadas, desfiles aparatosos, clarines, tambores, aplausos sin fin de una asistencia extasiada, todo esto son exterioridades legítimas, incluso necesarias, en la medida que expresan un deseo de luchar y de sacrificarse por el bien común. Pero todo eso no pasaría de opereta, si este coraje no fuese auténtico y probado, como lo es en los granaderos de la Reina Isabel II.
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Consideraciones de orden natural, es verdad. En ellas podemos, no obstante, coger materia para elevarnos a un campo más alto.
La vida de la Iglesia y la vida espiritual de cada fiel son una lucha incesante. A veces, Dios da a su Esposa días de una espléndida grandeza visible, palpable. El da a las almas momentos de consolación interior o exterior admirables.
Pero la verdadera gloria de la Iglesia y del fiel resulta del sufrimiento y de la lucha.
Lucha árida, sin belleza sensible, ni poesía definible. Lucha en que se avanza a veces en la noche del anonimato, en el lodo del desinterés o de la incomprensión, bajo las tempestades y el bombardeo desencadenados por las fuerzas conjugadas del demonio, del mundo y de la carne. Pero, lucha que llena de admiración a los Ángeles del Cielo y atrae las bendiciones de Dios.
in «Catolicismo» – Ambientes Costumbres Civilizaciones