Una era de fe, y otra era de laicismo. Ambas mentalidades se ven en el contraste de las fotos de dos sepulturas
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La primera foto reproduce la tumba de piedra de Felipe Pot, senescal de Borgoña (siglo XV).
Armado de pies a cabeza, con las manos puestas en actitud de oración, el guerrero parece estar apenas descansando, a la espera de las claridades de la resurrección.
A sus pies, un perro símbolo de la fidelidad y de la vigilancia.
Inmersos en profundo dolor, ocho “pleurants” “cuatro de cada lado- llevando los diversos blasones del muerto, lo cargan con veneración.
En este momento impresionante, el hombre se muestra en varios de sus estados de alma; el heroísmo, la piedad, la serenidad, la resignación y el dolor.
El conjunto está marcado por la fe. El guerrero parece estar pronto para presentarse ante Dios cargado de glorias militares, pero suplicando con humildad y confianza el perdón por sus faltas. Se tiene la impresión de que murió en paz, y hasta con una noble complacencia: el Cielo lo aguarda.
Por el contrario, los que quedan, lloran su partida. Las separaciones ocasionadas por la muerte son, en efecto, una prueba dolorosa por la cual todos deben pasar después del pecado original.
La angustia de nuestra sociedad ante la muerte
Las figuras muestran pesar, pero no desesperación. A pesar de su dolor, cargan llenas de conformidad y compostura el fardo pesado que tienen sobre los hombros: es que la resignación cristiana comunica a las almas una fuerza inquebrantable. En dicha foto, ninguna cruz, ninguna imagen se ve, sin embargo todo nos habla de religión.
También en la segunda fotografía, ninguna cruz, ninguna imagen… y nada despierta en nuestra alma una impresión religiosa.
La sepultura es una caja de mármol, en la que yacen los restos de Napoleón.
Caja pesada, sólida, bien cerrada, tan bien cerrada, incluso, que tiene las características de lo definitivo. In perpetuum, se tiene la impresión, el Corso allí reposará. Nada hay que encamine el pensamiento hacia la idea de que una vida futura está reservada al hombre mortal.
Bien trabajado, bien lapidado, con las proporciones estudiadas por un geómetra seguro, el sepulcro tiene lo acabado, lo irreprensible de un epílogo bien hecho. Hay en él cualquier cosa que le da el aspecto perentorio de un punto final. El punto final de la vida del César del siglo XIX. Un punto final en que nada nos habla de la eternidad, y todo representa la frialdad implacable de la muerte.
Más atrás, unas figuras cuyos semblantes tanto pueden ser de Angeles como de genios paganos, parecen amedrentadas y contagiadas por la estabilidad de la muerte, y en nada ayudan para dar al ambiente algún contenido cristiano.
Era de fe, era de laicismo. El contraste de los tiempos se marca bien en el contraste de las sepulturas.
Catolicismo N° 115, de julio de 1960