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El otro día encontré una fotografía de un hermoso buzón donde solía echar las cartas, cuando vivía en Santander. Era una formidable boca de león, muy bien fundida en bronce, que no dejaba de imponer un cierto respeto, cuando uno tenía que introducir la carta en su “feroz” boca abierta.
Me vinieron entonces a la memoria esos años un poco distantes, en que escribir una carta era una cosa relativamente normal, y recibirla, no pocas veces era una cosa “especial”.
Cuando yo era joven, recuerdo que al llegar la Navidad, el salón de la casa se decoraba con las numerosas cartas y tarjetas de navidad que recibíamos. Años más tarde, cuando serví en la Marina de Guerra, muy lejos de mi casa, puedo recordar el paso del cabo, cartero del Regimiento, y la pregunta infaltable que le hacíamos con una cierta mezcla de ilusión y de esperanza: “¡Qué, cartero!, ¿algo para mí?”.
Con el paso de los años, la llegada de las nuevas tecnologías y la decadencia de las costumbres de la sociedad, las cartas e incluso la propia escritura van cayendo en el mayor de los olvidos.
Hoy en día ya casi no se escribe. Y, sin embargo, ¡qué nostalgia de aquellas escrituras manuscritas, en que se podía incluso ver algo del estado de espíritu de las personas: su escritura a veces vacilante pero empeñosa de las personas mayores, o la escritura más desenvuelta y airosa de los más jóvenes! De alguna manera la persona escribiendo plasmaba algo de su personalidad.
Ahora se diría que, tristemente, las cartas pasaron a ser piezas de museo. Paralelamente a ese fenómeno, resulta que en nuestros días las personas se comunican cada vez más, intercambian cada vez más informaciones, pero cada vez de menor valor. Y sobre todo las personalidades y las mentalidades se fueron desdibujando.
En pleno siglo XXI, recibir una carta se ha convertido en un verdadero lujo…