Cualquiera que estudie detenidamente la «crisis posconciliar» no puede dejar de ver en ella un resurgimiento de la herejía modernista de principios del siglo XX.
Lo que está ocurriendo en la actual fase de decadencia de la vida de la Iglesia tiene orígenes más lejanos de lo que a menudo pensamos.
Hoy tendemos a ver sólo las últimas etapas, sin detenernos a analizar sus orígenes.
Por otro lado, las reacciones a este proceso tienen una historia mucho más larga. Una de las primeras voces de alarma fue, de hecho, el libro «En defensa de la Acción Católica» de Plinio Corrêa de Oliveira, publicado en junio de 1943, hace ochenta años.
¿Cuáles eran, concretamente, los errores que se difundían en la Iglesia en la década de 1940, denunciados por Plinio Corrêa de Oliveira? Él mismo los describe brevemente. Cualquier parecido con ciertos errores hoy replanteados, por ejemplo, por el llamado “camino sinodal”, no es mera coincidencia…
Los errores doctrinales en la Acción Católica
por Plinio Corrêa de Oliveira
Coparticipación en el poder sacramental de los sacerdotes
Tanto en lo que se refiere a la liturgia como en lo que toca a la naturaleza misma de la Acción Católica, los errores de la nueva corriente giran en torno al concepto de sacerdocio de los laicos.
Según la doctrina tradicional, el sacerdote posee un poder derivado de su ordenación sacramental. Los laicos participan sólo pasivamente en este sacerdocio.
Según las nuevas doctrinas, sin embargo, con la inscripción en la Acción Católica, los laicos adquirieron ipso facto una cierta participación en el sacerdocio sacramental, ya no meramente pasiva, que les confería un cierto poder de jurisdicción. Esto alteró sustancialmente la situación de los laicos en la Iglesia.
De esto dedujeron que los miembros de la Acción Católica debían participar en la Sagrada Liturgia ya no pasivamente, sino activamente, es decir, como verdaderos concelebrantes.
Según el movimiento litúrgico, los laicos de la Acción Católica ya no pertenecen a la Iglesia que dicente, sino que se convierten en miembros de la Iglesia docente, participando en su munus de gobernar, enseñar y santificar.
Esto se notaba, por ejemplo, en la forma de participar en la Santa Misa. Según el movimiento litúrgico, si durante la Consagración el laico repetía las mismas palabras que el sacerdote, participaba activamente, por su parte, en la transubstanciación. Lo mismo para todas las demás oraciones litúrgicas. Insiriéndose en las palabras del celebrante, el laico en cierto modo concelebraba la Misa. Los laicos se vuelven sagrados. Esto también se aplicaba a las mujeres, que así se convertían casi en sacerdotisas. La prohibición de que las mujeres accedieran al sacerdocio de desvaneció. Fue la abolición de la sagrada distinción entre clérigos y laicos.
Coparticipación en el gobierno de la Iglesia
Algo similar sucedió con respecto al gobierno de la Iglesia. Interpretando a su manera la frase de San Pedro “vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa” (Pedro I, 2,9), los partidarios de las nuevas doctrinas afirmaban que nosotros y la Jerarquía somos co- sacerdotes, co-reinantes y co-gobernantes.
Manipularon la definición de lo que era la Acción Católica, “participación en el apostolado jerárquico”, como si los laicos participaran del mismo modo de las gracias propias de la Jerarquía. Todo se movía hacia la afirmación de que en la Iglesia no hay diferencia entre el clero y los laicos. Querían borrar la visión de la Iglesia como sociedad jerárquica. Los laicos tuvieron que ocupar espacios hasta entonces reservados al clero. Decían: “Se acabó el tiempo en que los sacerdotes, obispos y papas gobernaban a los laicos. En la Iglesia debe reinar la libertad plena, la igualdad y la fraternidad. Esta es la era del pueblo, y nosotros somos el pueblo de la Iglesia».
En su concepción, seguirían existiendo sacerdotes y obispos, pero con tareas casi de representación. Los laicos deben tener total independencia para decidir sobre los asuntos de la Iglesia.
Una visión panteísta de la Iglesia
A los innovadores les gustaba mucho usar la expresión “Cuerpo Místico de Cristo”. Para ellos, esto no era una metáfora de una realidad sobrenatural, sino una verdadera encarnación física en algo místico. Se difundía una visión panteísta de la Iglesia, que tendía a concebir a Dios como inmanente en los fieles.
Inmunidad al pecado original
A estas doctrinas teológicas se añadieron otras que tocaban el campo moral.
Los defensores de la nueva corriente afirmaban abiertamente que los miembros de Acción Católica podían frecuentar ambientes moralmente sospechosos, e incluso lugares de perdición, sin peligro para su salvación. La única condición era haber primero recibido la Comunión, porque así «se llevaba a Cristo» a esos lugares. Entonces: por la mañana Santa Misa, Comunión y algunas oraciones, y luego por la noche se podía ir a cualquier club de vida nocturna.
Implícita en este enfoque estaba la doctrina de que la Comunión Eucarística de alguna manera «vacunaba» contra toda tentación. En su concepción, los militantes de la Acción Católica estaban así «sacralizados», tenían tales gracias nuevas y tenían tal participación en la Jerarquía que casi ya no tenían posibilidad de pecar.
Al frecuentar los locales de vida nocturna, en realidad realizaban un acto de virtud ya que «llevaban al Cristo». Afirmaban que, de alguna manera, las personas que estuvieran con ellos -por ejemplo, una chica que bailaba con un miembro de la Acción Católica en la discoteca- de alguna manera también recibían “al Cristo», casi por contagio.
Esta sería la fórmula para conquistar el mundo moderno. No era necesario salir del mundo, como aconsejaban las asociaciones religiosas tradicionales, sino entrar en el mundo hasta el punto de confundirse con él.
Algunos círculos incluso propusieron una visión místico-sensual, en la que se podían practicar actos contrarios a la moral siempre que fuera con «sinceridad», «inocencia» y «sencillez».
Básicamente, las nuevas ideas eran un intento de adaptar el catolicismo a los sistemas filosóficos y costumbres del siglo.
¿Qué pensar del llamado Camino Sinodal?
No sería difícil demostrar que el misticismo panteísta y no racional que caracteriza a tantos sistemas filosóficos modernos influyó profundamente en el movimiento ideológico de estos innovadores. Por otra parte, la moral moderna, que favorece el libre curso de los instintos y desprecia cualquier control que la inteligencia y la voluntad puedan ejercer sobre ellos, influyó también, y profundamente, en las concepciones de estos innovadores.
Una amplia libertad de costumbres
Al acusar a las asociaciones católicas tradicionales de ser «anticuadas» y de practicar una «pureza farisaica», los innovadores predicaban una amplia libertad de costumbres. Por ejemplo, favorecían la promiscuidad entre los sexos en las fiestas y acampadas, aceptaban las nuevas modas ultrareducidas. Según ellos, los problemas de la sexualidad no debían ser tratados sólo por confesores o guías espirituales, sino abiertamente, en conferencias y encuentros para ambos sexos.
Decían que la «obsesión por la moralidad» tenía que desaparecer. La Iglesia no existe para preservar la moral, sino para lanzarse al apostolado.
Este acercamiento fue acompañado por un nuevo tipo humano, ya no serio, maduro y diligente, sino eternamente sonriente, bienhechor, despreocupado y fiestero.
Negación del carácter militante de la Iglesia. Ecumenismo
La visión de los innovadores, como hemos visto, implicaba una virtual negación del pecado original y sus consecuencias. En el libro «En defensa de la Acción Católica» denuncié este error como el punto de partida de un cierto ecumenismo. Este ecumenismo presupone que, si establezco relaciones amistosas y edulcoradas con herejes y cismáticos, éstos acabarán por convertirse.
Por tanto, el apostolado debe ser ecuménico: nunca una discusión, nunca una polémica. La sonrisa sería el vehículo natural de la gracia divina. Nunca le digas a nadie que está equivocado o que hacer tal cosa es contrario a la Ley de Dios ¡No! Debemos sonreír, sonreír, sonreír…
Bajo esta luz, la naturaleza militante de la Iglesia ya no existiría. La actitud de la Iglesia debe ser conciliadora, haciendo que todas las personas de buena voluntad se unan. A fuerza de irradiar amor, amor, amor, la maldad humana terminaría desvaneciéndose. Nunca tenemos que combatir. La lucha es fundamentalmente equivocada.
Un nuevo y extravagante arte sacro
Una cosa que me llamaba la atención de los innovadores fue el apoyo que dieron a las manifestaciones más atrevidas y extravagantes del arte sacro, y a cierta literatura erótico-mística muy perniciosa.
Lucha de clases
También circulaba una tendencia en la Acción Católica a favorecer casi exclusivamente a las clases trabajadoras. Este impulso vino especialmente de la JOC (Juventud Obrera Católica).
Los movimientos obreros tendían a ser promovidos preferencialmente porque, se decía, las clases dominantes habían perdido todo prestigio. De hecho, la existencia misma de la clase aristocrática y burguesa era una especie de cáncer de la sociedad. Era necesario acabar con estas clases. Había, por tanto, una cierta tendencia a favorecer la lucha de clases.
Yo era partidario entusiasta de la organización de las clases populares según el espíritu de la Iglesia, pero me oponía categóricamente a esta tendencia igualitaria. En mi opinión, era realmente necesario hacer un apostolado en las clases altas para que pudieran guiar a las clases populares hacia el bien.
Balance final: una nueva «iglesia» infiltrada en la Iglesia
En resumen:
- Estábamos en presencia de una nueva religión, optimista, alegre, permisiva y satisfecha, fundada en la idea de que, si se le deja en completa libertad, el hombre tiende naturalmente al bien.
- Casi como una espada escondida en su vaina, los innovadores ocultaron sus doctrinas. Era como una nueva «iglesia» infiltrada en la Iglesia.
- Los innovadores predicaban una revolución para la Iglesia simétrica a lo que había sido la Revolución Francesa para la sociedad.
Todo esto presagiaba desarrollos que llevarían a estallidos cada vez más radicales.
Fuente: “Minha Vida Pública”. Compilación de relatos autobiográficos de Plinio Corrêa de Oliveira, Artpress, São Paulo 2015, pp. 196-203.