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Reflexiones sobre la muerte de Stalin

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Reflexiones sobre la muerte de Stalin
Iosif Stalin, el sanguinario y ateo dictador comunista

Hace 70 años, el 5 de marzo de 1953, Iosif Stalin moría en Moscú. En ese sentido, ofrecemos a nuestros lectores algunas reflexiones de Plinio Corrêa de Oliveira sobre el final del dictador, comparándolo con el de un hombre de fe.

Hoy nuestro encuentro, que suele llamarse “el santo del día”, casi podría llamarse “el demonio del día”. Se trata sobre la agonía y la muerte de Stalin.

El texto está tomado del testimonio de Svetlana Aleluyevna, hija de Stalin, en el libro «Veinte Cartas y un Amigo«, transcrito en las «Notas e Informaciones» de «O Estado de São Paulo«, del 4 de marzo de 1973.

La respiración se volvió cada vez más laboriosa. En las últimas doce horas quedó claro que el hambre de oxígeno iba creciendo.

El rostro se oscureció y se alteró gradualmente; sus facciones se volvieron irreconocibles, sus labios se volvieron negros. Durante la última hora, o las dos últimas, se fue asfixiando. ¡Horrible agonía! Un hombre era estrangulado ante los ojos de todos.

En un momento dado -no sé si realmente fue así, o si me lo pareció a mí, evidentemente ya en el último momento- abrió los ojos de golpe y los volteó hacia todos los que estaban a su alrededor. ¡Era una mirada terrible! Tal vez de loco, tal vez furioso y lleno de terror, frente a la muerte y los rostros desconocidos de los médicos que se inclinaban ante él.

Y su mirada recorrió a todos por una fracción de minuto. Y en este punto -fue una cosa incomprensible y horrible, que sigo sin entender, pero no puedo olvidar- en este punto de improviso levantó el brazo izquierdo, que no estaba paralizado, y con él señaló hacia arriba, o tal vez nos amenazó a todos.

El gesto quedó incomprensible, pero estaba lleno de amenazas y no se sabe a quién iba dirigido. Al instante siguiente, el alma, haciendo el último esfuerzo, se desprendió del cuerpo.

La narración es muy buena. Sostengo que ciertas narraciones muy bien hechas valen más que una película, o más que un documental fotográfico, porque en el cine, o en un documental fotográfico, la persona tiene muchas impresiones simultáneas, pero no siempre es capaz de seleccionar estas impresiones con el fin de resaltar aquellas que son verdaderamente más importantes y más relevantes.

En el caso concreto, la escena está repleta de notas que se pueden imaginar. Pongan ante sus ojos la inmensidad del Kremlin, misteriosa fortaleza en medio de Moscú, toda amurallada y vallada. En su interior se desarrolla un drama y esta vez es la muerte del dictador. Y el dictador es el hombre libertino -Stalin- que está expirando.

Es el inevitable juego de la enfermedad o del envenenamiento que llega a cierto paroxismo y que produce el desmoronamiento, la dilaceración: el alma se está separando del cuerpo. Está impotente, pero es un organismo poderoso que lucha contra la muerte.

Una muerte lejos de la gracia de Dios

La muerte, por tanto, lo sigue postrando, pero va reaccionando, y casi se torna de una impetuosidad  salvaje, esa especie de poder biológico y psicológico -para usar cualquier adjetivo antediluviano- a medida que va notando que los golpes de la muerte lo derriban.

Género: destrucción de la familia rumbo al comunismo

Es más o menos como un árbol inmenso, cuyo diámetro real sólo se puede calcular cuando el leñador corta la base del árbol y se da cuenta, por dentro, de lo colosal que era el árbol. Así va cayendo el hombre.

Pero vemos que muere lejos de la gracia de Dios. No hay nada que exprese la idea de Religión. Toda su vida fue la vida de un ateo y un defensor del ateísmo. De un hombre, pues, que, aunque creyese secretamente en Dios, ofendió a Dios de tal manera que se puede presumir que haya caído en el pecado de la desesperación o en el pecado de negar la existencia de Dios.

Y que, por tanto, está muriendo de odio, muriendo desesperado. La naturaleza jadea, reacciona, va faltando el aire, está socavado por todos lados.

En cierto momento se da cuenta de la situación en la que se encuentra, y él, que no había hecho otra cosa en su vida que gobernar por el terror, impulsado por la fuerza del odio, abre los ojos – y quizás sin darse cuenta de lo que le estaba pasando, tal vez considerándose envenenado, tal vez víctima de una conspiración- abre los ojos, mira a todos con una mirada terrible y, sintiendo confusamente que está siendo derrotado, trata de reaccionar.

Luego levanta el brazo que todavía tiene disponible en una amenaza; porque es lo único que sabía hacer. Poco después, Dios llama su alma a juicio. El brazo cae, y no es más que un cadáver.

El hombre que había odiado toda su vida, y que había gobernado con brutalidad toda su vida, este hombre se dobla, este hombre se rompe, este hombre se desmorona. Luego queda la placidez del cadáver. Para quien sabe interpretar estas escenas con los ojos de la Fe, se dice que sólo queda una cosa: es la victoria de Dios.

El hombre hizo de todo, luego se acabó. Cuando Dios resolvió llamarlo, no le fue posible prolongar su vida ni un minuto más. Yacía allí, completamente devastado. Como cadáver, no era nada, no tenía nada, no podía hacer nada. Estaba liquidado.

Entonces, la inutilidad de la rebelión, la futilidad del ateísmo, la futilidad del odio, todo eso se manifestó en este momento extremo, porque Dios venció completamente, y se presentó ante el juicio de Dios, como cualquier otro. Como cualquier alma pequeña, pobre e insignificante, sin carácter, miserable, apareció ante el trono de Dios quien en algunos aspectos era un gigante.

¡Pero todo es tan pequeño ante Dios, tan nada! ¡Y él, el villano, mandado a ese basurero y a ese penal de la Creación que es el Infierno! Mientras que cualquier alma pequeña e insignificante era traída cerca del seno de Dios, para adorar a Dios por toda la eternidad. La historia había terminado. Era el fin del odio y la inutilidad del odio.

Colocado fuera de todo el plan de la Creación, no tomado en cuenta para nada, rechazado, despreciado, pasó del salón del Kremlin directamente al Infierno, donde comienza la zarabanda infernal.

Sentir el odio de Dios es incomparablemente más terrible que morir

Porque el alma enviada al Infierno, en cuanto se presenta ante Dios, tiene ese tormento horrible, porque debe ser terrible la hora de la dilaceración, cuando el alma se desprende del cuerpo; ¡debe ser una cosa terrible! Si se cortarse un dedo es tan terrible, ¡solo podemos imaginar lo que debe ser para el alma separarse del cuerpo!

Una persona llena de odio a Dios se presenta ante Dios; sentir el odio de Dios. Y sentir el odio de Dios es incomparablemente más terrible que morir. Juzgado, cae en el Infierno. ¡Y, en el Infierno, inmediatamente siente el fuego que lo quemará y que jamás se apagará, las carcajadas eternas, el maltrato eterno, los insultos eternos, la vejación eterna de cada uno de los que están dentro!

El alma mala es así recibida. Mientras que las almas entran al Cielo y son recibidas en un concierto de armonía, las almas malas van al Infierno y son recibidas en esa siniestra agresión de todos, y carcajadas de infelicidad, burlas, horror y dilaceración.

Sabemos que Santa Teresa de Jesús vio su lugar en el Infierno. Ella describe los lugares en el Infierno como hornos ardientes, puestos en serie, como celdas, y para cada uno había un alvéolo, en el que no cabe la persona entera; es doblada, en una posición espantosa, metida dentro, y allí arde por toda la eternidad, en la oscuridad y la desesperación total.

El cae del Kremlin, de la altura del poder, a esta destrucción de todo poder y aniquilación completa. Última blasfemia, acto supremo de odio, poco después el castigo. Está arrasado y acabado. Así termina el poder de los que desafían a Dios, Nuestro Señor.

Por terrible que sea su muerte, el católico tiene la idea de que camina hacia la glorificación

¿Vale la pena comentar esto? Creo que vale la pena. Para que podamos ver la diferencia en la muerte del católico, por terrible que sea esa muerte.

Si muere consciente, lúcido -no en una muerte súbita- mientras tenga Fe, recordará que se va desprendiendo poco a poco de su cuerpo mortal, que es un carcasa que lo retiene, que le impide ver a Dios, y que un minuto más, otro medio minuto, diez segundos más, va a tener un tremendo susto, pero va a ser puesto ante la visión beatífica, y va a entrar en una felicidad infinita, completa; verá a Dios con Su inefable perfección; al mismo tiempo, verá a todas las almas en el Cielo, comenzando por Nuestra Señora, todos los Ángeles, verá el Paraíso celestial, que es incomparablemente más alto, más hermoso, más noble que el Paraíso terrestre; y allí tendrá alegrías que no tienen fin, ni descripción posible.

Siente que la muerte se acaba, pero no camina hacia la humillación. Tiene la idea de que se está moviendo hacia la glorificación. Allí recibirá su corona de gloria.

En estas condiciones, la muerte de este hombre es el camino hacia lo que podría llamarse apoteosis. En el último horror, es el momento en que terminan todos los horrores, y comienza una eternidad feliz. El hombre siente, como en un chorro que le recorre, el amor de Dios, que le envuelve por completo, que le atrae hacia Sí, que le devuelve todo lo que la vida le ha puesto de heridas, de dolores, etc., y que le pone en una felicidad indecible.

También podemos hacernos una idea de esto a partir de las visiones de los místicos. Todos los místicos describen los estados de éxtasis como una dicha insondable e interminable. Aunque sean minutos, instantes. Felicidad indescriptible. El místico en esta Tierra tiene sólo de pasada y, creo, la mayoría de las veces muy incompletamente, lo que en el Cielo tiene el alma que ve a Dios cara a cara. La muerte para el místico es presentada de esta forma.

Plinio Corrêa de Oliveira

Trecho de reunión de socios y cooperadores de la TFP brasileña, São Paulo de Brasil, 13 de enero de 1975. Tomado de la grabación, sin revisión del autor. Traducción de Acción Familia

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05/03/2023 | Por | Categoría: Formación Católica
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