El mediocre posee algunas nociones de muchas cosas. Nociones vagas y vacilantes, por supuesto, que no le cuesta adquirir ni conservar. Se imagina que alcanza la cumbre de sí mismo cuando encuentra —para designar cada noción—alguna palabra vistosa o que, por lo menos, no forme parte del lenguaje corriente.
Entre nosotros, una de las palabras preferidas del mediocre es “radical”. Entrevé que tachar a algún adversario de radical es serle nocivo. El ser “radical” provoca un rechazo meticuloso y exacerbado. Entonces, conviene ser antirradical, porque eso atrae simpatías.
He aquí a nuestro mediocre “quijoteando” antirradicalismo por donde quiera que pase. Pero se marchitará y cambiará de tema en cuanto alguien le objete que un antirradicalismo tan ardoroso no pasa de ser una mera forma de radicalismo. Pues para rebatir esa objeción —por otra parte, tan obviamente verdadera— el mediocre necesitaría conocer exactamente y a fondo lo que quiere decir “radical”. Ahora bien, su espíritu divagante aborrece los conceptos precisos y profundos.
El uso que el mediocre hace de la palabra “libertad” es análogo. Esta le recuerda, al mismo tiempo, la trillada trilogía “libertad, igualdad, fraternidad”, que él oyó elogiar mil veces, y que le gusta. Libertad le recuerda además la vistosa estatua del puerto de Nueva York, que ha visto en fotografías y anuncios. Y también un extenso y populoso barrio de la ciudad de São Paulo. En sus tiempos de joven fumaba cigarrillos “Liberty”. Y, de modo general, se encuentra en su espíritu la idea de que la libertad es algo que le da a cada uno la posibilidad de hacer absolutamente todo lo que considere deleitable.
De niño, esta palabra penetró en su espíritu. Su maestro retenía a los alumnos castigados, después de la clase, para copiar incontables veces frases como ésta: “El niño bueno es obediente y aplicado”. Cuando se acababa el tiempo, el maestro exclamaba contento: “¡Libertad! ¡Libertad!” Y todos los diablillos salían disparados a la calle, ávidos de extravagancias y tropelías. Este era el núcleo ideológico central que le quedaba acerca de la palabra libertad. El cigarrillo, el monumento, el barrio, homenajeaban de un modo o de otro esa cosa tan placentera que es la libertad. La trilogía le parece contener el mismo pensamiento con que la palabra florecía, sonriente, en los labios del maestro.
El mediocre no imagina que su superficialidad pueda tener efectos profundos. Si alguien se lo dijera, él se reiría incrédulo.
Enfrentar a un mediocre sería tarea fácil para cualquiera. Menos fácil es enfrentar a cientos o a miles. Pero ésa es hoy en día la contingencia inevitable de quienquiera que se entregue a la publicidad. Pues los mediocres llenan la tierra.
No creo que sean los más numerosos de entre los que leen estas líneas que, sin embargo, tratan de ellos. Comprendo que no les resulten agradables. Un vistazo dado a un tópico u otro será suficiente para enfurecer a varios. Pues todo hombre —hasta el mediocre— es vivo y perspicaz cuando se habla de él.
Sin embargo, no dudo en afirmar aún ante los mediocres, lo maléfico, lo profundamente maléfico de su frivolidad.
Persuadido de que la libertad es un bien, el mediocre concluye que cuanto más libertad, mejor. La libertad absoluta es para él la felicidad total. Como elector, el mediocre dará su voto al candidato que le prometa libertad sin límites. Como candidato, el mediocre atrae el apoyo de todos sus congéneres. Por lo que transforma su campaña electoral en una predegustación de la libertad absoluta, total y sin frenos.
Naturalmente eso acarrea, en todas las corrientes partidarias, la presencia y la victoria de un porcentaje de mediocres, mayor en unas, menor en otras. De ahí un impulso difuso de las actividades legislativas y gubernamentales, rumbo a lo extravagante, a lo descabellado, a lo desabrido. Pues, si todo está permitido… De la esfera estatal, ese impulso se extiende a todos los otros sectores de la sociedad.
¿Cuadro ya muy conocido de la realidad actual? Considere el lector este texto:
“Cuando un pueblo es devorado por la sed de libertad, suele tener a la cabeza líderes serviciales que le proporcionarán toda la que quiera, hasta el punto de embriagarse con ella.”
“Si los gobernantes resisten entonces a los deseos siempre más exigentes de sus súbditos, pasan a ser calificados de tiranos.”
“Ocurre también que quien se muestra disciplinado en relación a los superiores es definido como hombre sin carácter, servil.”
“Y que el padre, alarmado, acabe por tratar a sus hijos como a iguales, no siendo más respetado por ellos.”
“El maestro no osa más reprender a los alumnos y éstos se ríen de él.”
“Los jóvenes reivindicarán los mismos derechos, la misma consideración atribuida a los viejos, y estos últimos, a fin de no parecer demasiado severos, acaban dando razón a los jóvenes.”
“En ese clima de libertad y en nombre de ésta, no hay consideración ni respeto por nadie.”
“En medio de tanta licencia, nace y se desarrolla una mala hierba: la tiranía.”
¿Es éste el cuadro de la situación actual? Sin duda, el cuadro describe bien los días borrascosos que vivimos. Y llama la atención, con sutileza y precisión geniales, hacia el provecho que de este tifón de demo‒mediocridad sacan los sembradores de tiranías. O sea, hoy, los comunistas.
Pero este texto data… de mucho antes: del siglo IV antes de Cristo. Su autor es Platón, que así denuncia a los radicales del liberalismo cómo siendo, en la democracia, los verdaderos padres de la dictadura. El trecho es de su obra “La República”.
Eso no es sólo del siglo IV antes de Cristo, ni sólo de hoy. Es de siempre. Está en la propia naturaleza de las cosas.
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Y tengo algo más que añadir: no he trascrito al gran filósofo directamente. Me he limitado a verificar que esas palabras son realmente suyas. Simplemente fueron sacadas, a manera de condensación, del texto original auténtico (Cfr. “The dialog of Platon”, Encyclopedia Britannica, In., Chicago-London-Toronto, 1952, pág. 412).
Esa condensación la encontró un amigo, enmarcada y colgada, en una pared de la sede… de un sindicato. He aquí cómo el gran y solemne Platón penetró así en un sindicato. Y no de ricos patronos ni de cultos profesores, sino de… ¡chóferes de taxi de Roma!
Ese es el fruto en un pueblo, no de lo demagogia, sino de la cultura y de la tradición. Insisto en la palabra “tradición”.
“Folha de S. Paulo”, 26 de marzo de 1983.