Lea este artículo con atención. Existen numerosas analogías entre la situación internacional actual y la que precedió a la II Guerra Mundial.
Estamos en la Semana Santa de 1937. Sobre el mundo pesan dos amenazas espectaculares: el comunismo soviético en el Este; en el oeste, los totalitarismos de tipo nacionalista, aparentemente opuestos pero en realidad profundamente afines y con relaciones de mutua dependencia.
Plinio Corrêa de Oliveira, entonces joven líder de las Congregaciones Marianas y director del mayor semanario católico brasileño, “O Legionario”, escribe una «Meditación política sobre la Pasión y el Triunfo de Nuestro Señor Jesucristo«, reivindicando la supremacía de la Iglesia y llamando al deber a los católicos.
Analogías entre la situación internacional actual y la que precedió a la II Guerra Mundial
Muchos analistas están comentando hoy las analogías entre la actual situación internacional y la que precedió a la Segunda Guerra Mundial.
Frente a la actual licuefacción moral y cultural del mundo occidental, frente a la amenaza siempre creciente del islamismo militante, y a la espectacular ascensión de falsas reacciones, sea en el Este o en el Oeste, las palabras de Plinio Corrêa de Oliveira resuenan con actualidad: ¡sólo la Iglesia tiene palabras de vida eterna!
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Una meditación política para los católicos
Los acontecimientos celebrados hoy (Domingo de Ramos), y en toda la semana que comienza, ofrecen a los católicos, en los días tormentosos en que vivimos, materia para una utilísima meditación política.
Existen dos errores funestos, que no es raro encontrar entre los católicos brasileños, y que, con extraordinaria oportunidad, deben ser desenmascarados en la Semana Santa.
Como ocurre frecuentemente, esos errores no provienen propiamente de falsas premisas, sino de premisas incompletas.
Es una visión parcial y estrecha de las cosas que los provoca. Y sólo una meditación bien hecha, a la luz de consideraciones naturales o de argumentos inspirados en motivos sobrenaturales, puede poner iluminar el germen malo que se oculta en ellos.
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El primer error consiste en calificar de ineficiente la acción de la Iglesia para la solución de la crisis contemporánea.
Se dice, en ciertos círculos católicos -‒que no por eso son círculos católicos‒ y en ciertos sectores que piensan o dicen estar próximos a los católicos, que la Iglesia ya no basta para hacer frente al comunismo. Y que, por lo tanto, es necesario recurrir a otra organización que ella sí salvará la civilización católica.
Argumentemos sólo con la infalible autoridad de los Pontífices. Porque si para algún católico un argumento inspirado en las palabras de los Papas no es suficientemente convincente, es mejor que ese católico estudie bien su Catecismo, antes de tratar de «salvar la civilización».
Una causa moral genera el comunismo
Dice el Santo Padre León XIII, y después de él todos los pontífices lo han repetido, que el comunismo es un mal de origen eminentemente moral.
No son tanto los factores económicos o políticos los que generan el movimiento comunista. Sobre todo, más que todo, la desagregación moral de la civilización moderna provocó el comunismo.
Esa crisis moral genera crisis económicas, sociales o políticas. Sólo cuando ella fuere resuelta, serán resueltos los problemas relacionados con las finanzas, la organización política y la vida social de los pueblos contemporáneos.
Papel de la Iglesia en la solución del problema moral
Por otra parte, la solución de ese problema moral sólo puede estar en la acción de la Iglesia, porque sólo el Catolicismo, armado con sus recursos sobrenaturales y naturales, tiene el Don maravilloso de producir en las almas los frutos de virtud indispensables para que florezca la civilización católica.
Lo que acabamos de decir es directamente extraído de las Encíclicas. Basta abrirlas para encontrar lo que afirmamos.
Como consecuencia, o los Papas están equivocados, o debemos reconocer que sólo el Catolicismo salvará al mundo de la crisis en que está hundido.
Por lo tanto, es inútil discutir si, en el país A o B, los católicos actuaron o no actuaron bien. Si en Brasil los católicos tienen bastante espíritu de sacrificio para llevar a cabo los ideales de la Acción Católica.
Eliminar esos errores del seno de la Iglesia
Si es verdad que sólo la Iglesia puede remediar los males contemporáneos, sólo en las filas de la Iglesia debemos tratar de luchar por eliminar esos males.
Poco importa que los otros no cumplan con su deber. Cumplamos el nuestro.
Y si, después de haber hecho todo lo posible ‒la palabra «todo» significa todo, absolutamente todo, y no sólo «un poco» o «mucho»‒ resignémonos delante de la avalancha que viene.
La Iglesia es inmortal
Porque, aunque perezcan Brasil y el mundo entero, aunque la propia Iglesia sea devastada por los lobos de la herejía, ella es inmortal.
Nadará sobre las aguas revueltas del diluvio. Y es desde dentro de su seno sagrado, que saldrán después de la tempestad, como Noé del Arca, los hombres que han de fundar la civilización de mañana.
Pero es allí donde no quieren llegar ciertos católicos. O como los judíos, sólo comprenden a Cristo sobre un trono de gloria.
Ellos sólo le son fieles en los días parecidos con el Domingo de Ramos, cuando la multitud lo aclama y cubre su camino con sus vestimentas. Porque para ellos Cristo debe ser un Rey terreno. Debe dominar continuamente al mundo.
Y sí, por algún tiempo, la impiedad de los hombres lo reducen de Rey a Crucificado, de Soberano a Víctima, no quieren ya saber de Él.
Cristo para ellos no vino a salvar las almas para la Eternidad.
Vino, eso sí, a establecer en el mundo el régimen corporativo y combatir el comunismo. Y si, por instantes, el comunismo venciera, faltará poco para que estas manos empuñen el látigo para, en unión con los comunistas, flagelar al gran Culpable.
Cristo sufrió para enseñarnos a soportar las derrotas
Sin embargo, Cristo quiso pasar por todos los oprobios, todas las vejaciones, todas las humillaciones, mostrando que la historia de la Iglesia también tendría sus Calvarios, sus humillaciones, sus derrotas. Y que mucho más meritoria era y es la fidelidad en el Gólgota que en el Tabor.
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Fue para enseñar a esta gente, que Nuestro Señor se sometió a todas las humillaciones en el Calvario.
Entretanto, fue para enseñar a otra gente que quiso la gloria del Domingo de Ramos.
Existe gente de una mentalidad detestable, que encuentra absolutamente natural que Cristo sufra, que la Iglesia sea vejada, humillada, perseguida.
Los que tienen por Dios su propio vientre
Gente cómoda, «cuyus Deus venter est» -«que tienen por Dios su propio vientre»‒, y que piensan que, como la Iglesia debe imitar a Cristo, es natural que todos, los protestantes, los espiritistas, los judíos y los masones de todo el mundo se lancen contra Ella y la hagan sufrir.
Es la Pasión de Cristo que se repite, dicen ellos. Y mientras esa Pasión se repite, ellos llevan una vida harta y cómoda, en las orgías, en las inmundicias, y la exacerbación de todos los sentidos y en la práctica de todos os pecados.
Para gente como esta fue hecho el látigo con que fueron expulsados los vendedores del Templo.
No podemos cruzarnos de brazos
No es verdad que debamos cruzar los brazos ante las embestidas de los enemigos de la Iglesia. No es verdad que debamos dormir mientras se renueva la Pasión.
El propio Cristo recomendó a sus Apóstoles que orasen y vigilasen. Y si debemos aceptar los sufrimientos de la Iglesia con la resignación que Nuestra Señora aceptó los padecimientos de su Hijo, no es menos exacto o que será un motivo de eterna condenación para nosotros, si nos portamos ante los dolores del Salvador con la somnolencia, la indiferencia y la cobardía de discípulos infieles.
La verdad es ésta: debemos estar siempre con la Iglesia, «porque sólo Ella tiene palabras de vida eterna».
Si ella es atacada, luchemos por ella. Pero luchemos como mártires, hasta la efusión de nuestra sangre, hasta el empleo de nuestro último recurso de energía y de inteligencia.
Si, a pesar de todo esto, ella continua siendo oprimida, suframos con ella, como San Juan Evangelista a los pies de la Cruz. Y estemos seguros de que, en este mundo o en el otro, Jesús misericordioso no nos negará el espléndido premio de asistir a su gloria divina y suprema.
«O Legionário” n.º 236, 21/3/1937