En Fátima, la Santísima Virgen afirmó: “Es preciso que los hombres se enmienden y que pidan perdón de sus pecados”. Cuando los pecados son mortales, no basta un arrepentimiento interno: es necesario obtener el perdón mediante el sacramento de la confesión. Actualmente se ha relativizado esta condición indispensable teniendo una idea falsa de la misericordia de Dios.
San Alfonso María de Ligorio, gran moralista y Doctor de la Iglesia, escribió sobre la confesión lo que sigue con varios ejemplos muy atractivos.
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Para quien ha ofendido a Dios con culpa mortal, no hay otro remedio que oponer a su condenación que confesar el pecado. ¿Y si me duelo de él de corazón? ¿Si hago de él penitencia por toda mi vida? ¿Si voy a un áspero desierto a alimentarme de yerbas y a dormir sobre la dura tierra?
Podrás hacer cuanto quieras; sino confiesas el pecado de que te acuerdas, no puedes ser perdonado. He dicho el pecado de que te acuerdas, pues si por ventura te hubieses olvidado de él, sin culpa tuya, siempre que hubieses tenido un dolor general de todas las ofensas hechas a Dios, aquel pecado se te ha perdonado inmediatamente. Basta que cuando de él te acordares después, lo confieses.
Pero si le has callado voluntariamente, entonces no solo debes confesarte de aquel pecado sino también de todos los demás aunque confesados, porque la confesión fue nula y sacrílega.
¡Maldito rubor! ¡Cuántas almas por este rubor se van al infierno! Esto era lo que inculcaba Santa Teresa a los predicadores: Predicad, (decía) predicad, Sacerdotes míos, contra la mala confesión, pues por las malas confesiones se pierden la mayor parte de los cristianos.
Cierto discípulo de Sócrates había entrado un día en casa de una prostituta, y estando para salir de ella advirtió que pasaba su maestro, y se volvió a meter dentro para no ser visto. Pero Sócrates, que ya le había atisbado, acercándose a la puerta le dijo: Vergüenza es el entrar en esta casa, pero el salir no debe causar vergüenza. Esto mismo digo yo a los que han cometido ya el pecado, y se avergüenzan después de confesarlo. Hijo mío: la vergüenza está en cometer el pecado, pero no es vergonzoso el librarse de él por medio de la confesión.
Dice el Espíritu Santo: Est confusio adducens peccatum; et est confusio adducens gloriam et gratiam. (Eccli. 4 .2 3.) Evítese como se debe la confusión que nos hace enemigos de Dios cuando le ofendemos, pero no aquella confusión que, confesando el pecado, nos hace recobrar la divina gracia y la gloria del paraíso.
¿Vergüenza decís? ¿Vergüenza? ¿Tuvieron vergüenza tantas santas penitentes, una Santa María Magdalena, una Santa María Egipcíaca, una Santa Margarita de Crotona, en confesar sus pecados? Sus confesiones les han hecho alcanzar el paraíso, en donde ahora están gozando de Dios en aquel reino inmortal, y le gozarán por toda una eternidad. San Agustín, cuando se convirtió a Dios, no solo confesó su mala vida, sino que compuso un libro en el cual escribió sus pecados para que los supiese todo el mundo.
Refiere S. Antonino, que cierto prelado vio una vez al demonio junto a una señora que iba a confesarse: preguntóle que hacía, y le respondió el demonio: Observo el precepto de la restitución. Cuando incité esta mujer a pecar, le quité la vergüenza, ahora se la restituyo para que no confiese su pecado. Tal es la traza del enemigo, según escribe S. Juan Crisóstomo: Pudorem dedit Deus peccato, confessioni fiduciam; inverlit rem diabolus, peccato fiduciam proebet, confessioni pudorem. Agarra el lobo la ovejuela por la garganta para que no pueda gritar, y así se la lleva y la devora. Esto hace el demonio con muchas infelices almas: les clava su garra en la garganta para que no digan el pecado, y así las arrastra después consigo al infierno.
Cuéntase en la vida del P. Juan Ramírez de la Compañía de Jesús, que predicando en una ciudad, fue llamado para confesar una doncella que estaba moribunda. Era noble, y había llevado una vida santa en apariencia, pues a menudo comulgaba, ayunaba y hacia otras mortificaciones. A punto de morir se confesó con el P. Ramírez con muchas lágrimas, que llenaron al Padre de consuelo.
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Más, regresado el Padre a su casa, le dijo su compañero, que mientras se confesaba aquella joven, había visto que una mano negra le tapaba la boca. Sabido esto, el P. Ramírez volvió a la casa de la enferma, pero antes de entrar, supo que había ya muerto. Retiróse a su morada, y estando en oración, se le apareció la difunta bajo un aspecto horrible, rodeada de llamas y de cadenas, y le dijo:
Que era condenada por un pecado que con un joven había cometido, y que por rubor no había querido nunca confesar, y que en la hora de la muerte quería decirlo, pero que el demonio por medio de la misma vergüenza la había inducido a callar. Y dicho esto desapareció dando espantosos, aullidos en medio de un gran estrépito de cadenas.
Hija mía, ¿no has cometido ya el pecado? ¿Por qué no quieres confesarle? Me da vergüenza, dices. ¡Ay de tí, dice S. Agustín, piensas sólo en la vergüenza y no piensas en que si no te confiesas estás condenada! ¿Te causa rubor? Y ¿cómo? replica el mismo Santo, no te has avergonzado de darte está herida en el alma, ¿y ahora te avergüenza de ponerle el vendaje que puede curarla? Oh insania, de vulnere non erubeseis, de ligatura, vulneris erubeseis. Dice el Concilio de Trento: Quod ignorat, medicina non curat. (Sess, 14. c. 6.) El médico si no ve y conoce la llaga, no puede curarla.
¡Oh, cuan desdichadamente se arruina un alma que se confiesa y calla algún pecado por vergüenza! Remedium fit ipsi Diabolo triunfa, dice S. Ambrosio (lib. 2, de poenit.) Los soldados cuando salen vencedores en la guerra, ostentan con pompa y alarde las armas quitadas al enemigo: ¡Oh que triunfo hace el demonio de estas confesiones sacrílegas, cuando se gloria de haber quitado a las almas aquellas armas con que podían vencerle! Y ¡pobres almas que de tal modo convierten la triaca en veneno!
Aquella pobre mujer tenía aquel solo pecado en su conciencia; más después de haberle callado en la confesión, carga con un sacrilegio, que es un pecado gravísimo, y cede aquel triunfo al demonio.
Dime, hermana, si tú, por no confesar aquel pecado hubieses de ser quemada viva en un caldero de pez derretida, y después de esto tu pecado hubiese de saberse por todos tus parientes y compatricios, dime, ¿callarías entonces tu pecado? Ciertamente que no, sabiendo que confesando tu pecado estaría oculto, y no serias quemada. Ahora pues, es más que cierto, que si no confiesas aquel pecado, tendrás que arder en el infierno por toda una eternidad, y después, en el día del juicio, aquel tu pecado lo habrán de saber, no solo tus parientes y paisanos, sino todos los hombres del mundo: Omnes nos manifestari oportet ante tribunal Christi. (2. Cor. 5. 10.) Dice el Señor: si no confiesas el mal que has hecho, yo manifestaré tus ignominias a todas las gentes: Revelabo pudenda tua in facie tua, et ostendam regnis ignominiam tuam. (Nahum. 3. 5.)
¿Has cometido el pecado? pues sino le confiesas, eres condenada, Si quieres pues salvarte, le has de confesar una vez. Y si le has de confesar una vez, ¿porque no le confiesas ahora? ¿Si aliquando, cur non modo? Dice S. Agustín. ¿Quieres esperar que te tome la muerte, después de la cual no podrás ya confesarte más? Y has de saber, que cuanto más difiere el confesarse y más se multiplican los sacrilegios, tanto más crecer la vergüenza y la obstinación para confesarlos. Ex retentione peccati nascitur obstinatio, escribe Pedro Blesense.
¡Cuántas infelices almas, habiéndose acostumbrado a callar la culpa diciendo, cuando me veré cerca de la muerte, entonces la confesaré, se han visto después en el trance mortal, y ni aun la han confesado!
Sabes además, que si no confiesas el pecado cometido, no tendrás nunca paz en toda tu vida. ¡Oh Dios y que infierno siente dentro de sí misma una pobre penitente, que sale del confesionario sin haber dicho su pecado!
Lleva siempre consigo una víbora que continuamente le lacera el corazón. ¡Infeliz, Llevará un infierno en esta vida, y un infierno en la otra!
Aliento, hermanos míos; si alguno de vosotros hubiese caído en semejante desgracia, de no confesar algún pecado por vergüenza, cobre valor y resolución para confesarle luego, tan luego como pueda. Basta que diga al confesor: Padre, tuve rubor de declarar un pecado, o bastará que diga solamente: Padre, tengo un cierto escrúpulo de mi vida pasada.
Esto basta, porque después el confesor ya procurará arrancaros la espina que os hiere, y tranquilizara vuestra conciencia. ¡Y qué alegría sentiréis después de haber arrojado aquella víbora de vuestro corazón!
¿A cuántas personas has de descubrir este tu pecado? Basta que lo digas una sola vez a un solo confesor, y todo tu mal queda remediado. Y para que no te engañe el demonio has de saber que no estamos obligados a confesar sino los pecados mortales; y así, si aquel tu pecado no hubiese sido mortal, o cuando lo cometiste no le tenías por pecado mortal, no estás obligado a confesarlo. Por ejemplo, no faltarán personas que en su infancia habrán cometido algún acto impúdico; pero si entonces no lo tenían por pecado, y ni aun dudaban que lo fuese, no están obligadas a confesarlo.
Pero si, al contrario, cuando le cometieron, tenían ya el escrúpulo de si era pecado grave, ahora ya no hay medio, preciso es que lo confiesen, y si no, están condenadas.
‒ Pero padre, puede ser que este confesor descubra a otros mi pecado.
¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho? ¡Has de saber que si el confesor por no descubrir un solo pecado venial que escuchó del penitente hubiese de ser quemado vivo, está obligado a dejarse quemar antes que descubrirle! Ni aun con el mismo penitente, puede hablar el confesor de las cosas que oyó en confesión.
‒ Pero temo que el confesor me reprenda ásperamente al oír el pecado que he cometido.
¿Qué dijiste? ¡Qué delirio! estos son vanos fantasmas dé que llena el demonio vuestra imaginación. Para esto se ponen los confesores en el confesionario, no para escuchar éxtasis y revelaciones, sino para escuchar los pecados del que viene a confesarse; y no pueden sentir mayor consuelo, que cuando viene un penitente que les descubre todas sus miserias. Si tú pudieras sin daño tuyo librar de la muerte a una reina, mortalmente herida por sus enemigos, ¿qué consuelo, que gozo no sintieras en librarla con tu cooperación? Esto mismo hace el confesor cuando está en el confesionario; viene un alma penitente a decirle los males que ha hecho; él entonces, con la absolución que le da, libra aquella alma de la herida del pecado, librándola así mismo de la muerte eterna del infierno.
Refiere S. Buenaventura en la vida de S. Francisco, que cierta señora, hallándose al fin de su vida, y después de habérsela visto expirar, y antes que fuese sepultada, se incorporó súbitamente sobre su lecho, y temblando de pavor declaró que habiendo ya expirado su alma, y estando ya para caer en el infierno por haber callado un pecado en la confesión, había vuelto a esta vida por las oraciones de S. Francisco; y así llamó luego al confesor, y con lágrimas copiosas se confesó, diciendo todos los circunstantes que se guardasen bien de callar algún pecado en la confesión, pues Dios no con todos hubiera usado de aquella misericordia que con ella acababa de tener; y dicho esto, entregó de nuevo su espíritu.
Cuando el demonio te tentare para que no confieses el pecado que has cometido, respóndele, como hizo cierta mujer llamada Alaide, la cual, habiendo pecado con un joven, supo que su cómplice, caído en la desesperación se había ahogado con sus propias manos, y condenado después; entonces ella entró en un monasterio para hacer penitencia, y allí, dirigiéndose un día a confesarse de sus pecados, le preguntó el demonio: Alaide, ¿Dónde vas? y respondió ella: Voy a confundirte a ti y a mí, por medio de la confesión. Así pues has de responder al enemigo cuando te tienta a que no confieses tus pecados: Voy a confundir a ti y a mí.
Advierta el Instructor que este mal de callar en la confesión los pecados por vergüenza sucede de menudo en todas partes, y especialmente en lugares pequeños; y así no basta hablar de ello una sola vez en el decurso del Catecismo, sino muchas veces, manifestando con vehemencia al pueblo la fatal ruina que acarrean a las almas las confesiones sacrílegas.