Algo que la Historia registra, y que la Teología de la Historia indica como cierto, es que los grandes desastres de los pueblos son castigos. Este es un principio incuestionable de la Teología de la Historia. Cuando una nación sufre una catástrofe mayor, esto es un castigo.
El principio no se aplica a los hombres, particularmente a los individuos, pero vale para las naciones, para los grupos sociales, etc.
Ahora, la Historia nos indica que las grandes catástrofes de los pueblos permanecen mucho tiempo suspendidas sobre los que serán castigados. Esa es la regla general de grandes catástrofes.
Desde el Diluvio ‒pasando por la caída de Jerusalén, del Imperio de Occidente, del Imperio de Oriente, por el protestantismo, por la Revolución Francesa, por la Revolución Comunista en Rusia, etc. ‒siempre son tempestades que quedan largo tiempo suspendidas sobre un pueblo sin que se pueda entender por qué no reventaron, pero finalmente terminan estallando.
Aún más. En general, cuanto más largo es el tiempo de ese suspense, tanto más terrible es el castigo. De manera que, de esta demora no se deduce que no vendrá, sino por el contrario, que vendrá terrible. Esta es la regla general de la Historia. Simple, fácil de entender.
Confieso que estoy seguro de que el castigo anunciado en 1917 por Nuestra Señora en Fátima vendrá. Pero esta certeza procede más de la Teología e Historia y de las leyes generales de la Historia que del propio Mensaje de Fátima. Aunque yo doy toda mi adhesión a este Mensaje, mi certeza de lo que realmente Nuestra Señora reveló a los tres pastorcitos es una certeza menor ‒una vez que las certezas comportan grados‒ (con relación a) lo que se deriva de las leyes de la Teología de la Historia.
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Extractos de una conferencia el 3 de abril de 1970. Sin revisión del autor.