El juez que condenó a Jesús fue movido por el recelo de perder el cargo pareciendo poco celoso de las prerrogativas del César; el miedo de crearse para sí complicaciones políticas, desagradando al populacho judío; el miedo instintivo de decir “no”, de hacer lo contrario de lo que se pide, de enfrentar el ambiente con actitudes y opiniones diferentes de las que en él imperan.
V. Te adoramos, Oh Cristo, y te bendecimos.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
El juez que cometió el crimen profesional más monstruoso de toda la historia, no fue impulsado a ello por el tumulto de ninguna pasión ardiente. No lo cegó el odio ideológico, ni la ambición de nuevas riquezas, ni el deseo de complacer a ninguna Salomé. Lo movió a condenar al Justo, el recelo de perder el cargo pareciendo poco celoso de las prerrogativas del César; el miedo de crearse para sí complicaciones políticas, desagradando al populacho judío; el miedo instintivo de decir “no”, de hacer lo contrario de lo que se pide, de enfrentar el ambiente con actitudes y opiniones diferentes de las que en él imperan.
Vos, Señor, lo mirasteis por largo tiempo con aquella mirada que, en un segundo, obró la salvación de Pedro.
Era una mirada en la que se transparentaba vuestra suprema perfección moral, vuestra infinita inocencia, y, sin embargo él Os condenó.
Oh Señor, ¡cuántas veces imité a Pilatos! ¡Cuántas veces por amor a mi carrera, dejé que en mi presencia la ortodoxia fuese perseguida, y me callé! ¡Cuántas veces presencié de brazos cruzados la lucha y el martirio de los que defienden vuestra Iglesia! Y no tuve siquiera el coraje de dirigirles una palabra de apoyo, por la abominable pereza de enfrentar a los que me rodean, de decir “no” a los que forman mi ambiente, por el miedo de “ser diferente de los otros”. Como si me hubieseis creado, Señor, no para imitaros, sino para imitar servilmente a mis compañeros.
En aquel instante doloroso de la condenación, Vos sufristeis por todos los cobardes, por todos los muelles, por todos los tibios… por mí, Señor.
¡Jesús mío!, perdón y misericordia. Por la fortaleza de que me disteis ejemplo desafiando la impopularidad y enfrentando la sentencia del magistrado romano, ¡curad en mi alma la llaga de la molicie!
Padre Nuestro, Ave María, Gloria
V. Ten piedad de nosotros, Señor.
R. Ten piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.
R. Amén.
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