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Seguramente Ud. ya vio en supermercados y en dulcerías la gran variedad de ofertas de chocolates de Pascua y es incluso probable que ya haya comprado algunos para dar a sus hijos o nietos en este domingo de Resurrección o para esconderlos en el jardín a fin de que ellos se entretengan buscándolos.
Pero, ¿sabe Ud. bien de dónde viene esta tradición de los huevos de Pascua? Y ¿por qué huevos o conejos de chocolate?
Como gran parte de las tradiciones que surgieron en la civilización cristiana, esta también viene de Europa. Allí, el fin de la Cuaresma y de la Semana Santa coincide con el fin del invierno y el comienzo de la primavera.
Junto con la Resurrección de Nuestro Redentor, la propia naturaleza comienza a salir del duro invierno europeo y a vestirse de flores, colores y vida. Y el huevo representa precisamente la vida. Como la Resurrección de Nuestro Señor liberó la humanidad de la muerte del pecado y abrió las puertas de la vida eterna para todos los que creen en El y siguen sus Mandamientos, entonces nada es más propio para representar esta nueva vida sobrenatural que un huevo.
De esa asociación del huevo con la fertilidad y de la coincidencia, en Europa, de la Pascua con la estación primaveral, estación fértil por excelencia, nació la tradición de confeccionar y regalar huevos de Pascua.
Pero como la vida sobrenatural trasciende la vida concreta, era natural que el huevo de Pascua no fuese un prosaico y común huevo de una gallina, sino uno muy bien decorado.
En la Edad Media, el intercambio de regalos se hacía con huevos de tortuga, cuya cáscara era bellamente decorada mediante diferentes procesos. Muchas veces eran verdaderas obras de arte, por lo que era común que los censos feudales fueran solventados con huevos. Y se estipulaba que el día de pago fuese el domingo de Pascua.
En Medio Oriente todavía se sigue intercambiando huevos carmesí, para recordar la sangre vertida por Nuestro Divino Salvador. En Polonia, Rusia y Ucrania se hacen verdaderas obras de arte con cera fundida sobre su cáscara.
En Francia, los estudiantes organizaban la «Procesión de los Huevos». Se reunían en parques y plazas y de allí partían hasta la iglesia principal. Durante el trayecto, golpeaban las puertas de las casas, para que cada familia les regalara huevos, que a posteriori serian bendecidos por el Cura párroco.
En el tiempo pascual renacía el espíritu festivo. De las iglesias colgaban cientos de banderas y panderetas. Y cada joven llevaba colgado de su cuello, un cesto de mimbre lleno de huevos. Los más adinerados se hacían acompañar por jóvenes pajes, vestidos con telas multicolores de raso o de seda. La mayor parte de la colecta se destinaba para los hospitales de leprosos, o para los indigentes.
Algunos siglos más tarde, los pasteleros comenzaron a elaborar huevos de fantasía utilizando distintos ingredientes. Primero fue el azúcar, luego el chocolate, llegado de América, para delicia del paladar de niños y adultos.
La leyenda del conejo de Pascua que esconde huevos pintados en las nubes para que los niños los busquen y para regocijo de los que los encuentran, se sigue manteniendo en muchos países. Simboliza la persecución de Jesús por parte de Herodes y la intervención de Dios para evitar que Él fuese encontrado.
Curiosamente, en Estados Unidos, en los jardines de la Casa Blanca, el día de Pascua se desarrolla una singular carrera de chicos que hacen rodar los huevos. Gana quien llegue más lejos y sin romperlos.
Todas estas tradiciones surgidas al calor de la Fe y de la caridad que inspira a quienes la poseen, tienen una razón mayor y más alta.
San Pablo nos enseña que “vana sería nuestra fe sin la Resurrección del Salvador” porque ella es la garantía de nuestra reconciliación con Dios y de que somos herederos del Cielo.
Por eso, la Resurrección de Nuestro Señor y la esperanza de la vida eterna nos animan a enfrentar las circunstancias más dolorosas, las pérdidas más amargas, las probaciones más difíciles. Ya que si Él resucitó, todos debemos esperar contemplar eternamente la luz después de la cruz.
“A la luz, por la Cruz”, como dice el antiguo refrán repetido por muchos santos.
Es esta también una meditación propia a la Pascua. A medida que se va desarrollando ante nuestros ojos desolados la tragedia del inmenso crepúsculo espiritual en que vivimos, el cuál presagia un derrumbe gradual de la civilización contemporánea, muchos piensan que tal destrucción es irreversible.
En especial pareciera que la familia natural y cristiana como la conocimos hasta no hace mucho tiempo atrás, es decir fundada en la unión indisoluble de un hombre y una mujer abierta a la recepción de los hijos, estuviera a punto de extinguirse para siempre.
Las leyes de matrimonio homosexual, del divorcio fácil, del aborto y la eutanasia, parecen querer sepultar para siempre la más santa y principal de las instituciones humanas que es la familia. Es el aparente triunfo de lo que Juan Pablo II llamó “la cultura de la muerte”.
Sin embargo no debemos ser fatalistas. La Providencia nos acecha en todas las curvas de este último y más profundo espiral en que se encuentra el mundo. Se trata, para nosotros, de que oigamos con diligencia su voz salvadora y ésta nos viene con las alegrías de la fiesta de la Resurrección.
Abramos, pues, de par en par nuestros corazones a la esperanza que brota de la Pascua y sepamos ver con los ojos de la Fe que, más allá de las probaciones personales o colectivas pronto brillará la aurora de la Resurrección, que a todos nos espera.
Le deseamos a Ud. y a todos los que nos escuchan una muy feliz y santa Pascua de Resurrección.