La escena famosa de la aparición del Arcángel San Gabriel a Nuestra Señora constituyó para la humanidad una hora de gracia. Se abrió el Cielo, que la culpa de Adán había cerrado, y de él bajó un espíritu de luz y de pureza trayendo consigo un mensaje de reconciliación y de paz.
Ese mensaje se dirigía a la criatura más hermosa, más noble, más cándida y más benigna que naciera de la estirpe de Adán. Puestas en presencia las dos personas, el diálogo se establece.
La nobleza propia a la naturaleza angélica, su fortaleza leve y toda espiritual, su inteligencia y pureza, todo en definitiva se refleja admirablemente en la figura altamente expresiva de San Gabriel.
La contemplación de la Santísima Virgen y la Anunciación
Nuestra Señora es menos etérea, menos leve, menos impalpable, casi diríamos. Y con razón, pues es una criatura humana.
Entre tanto, un qué de angélico se nota en toda la compostura de la Reina de los Angeles. Y su fisonomía excede en espiritualidad, nobleza y candidez a la del propio emisario celeste.
Invisible, Dios entre tanto manifiesta su presencia en la luz sobrenatural que parece irradiarse de ambos personajes y comunicar el esplendor de una alegría pura, tranquila, virginal a toda la naturaleza. Siéntese casi la temperatura suavísima, la brisa levísima y aromática, la alegría que invade toda la naturaleza.