La historia del pueblo judío, consignada en las Sagradas Escrituras, muestra que el pecado hace desgraciados a los pueblos.
Dios odia la iniquidad
“Mientras no enojaron a Dios con sus pecados, todo les salió bien; porque su Dios tiene odio a la iniquidad. Pero tan luego como se apartaron del camino que Dios les había trazado para que anduviesen por él, fueron exterminados en las guerras que les hicieron muchas naciones” (Judith 5, 21, 22).
La certeza del castigo anunciado por Nuestra Señora en Fátima
Pues la nación de los judíos representaba como la infancia del pueblo cristiano, y en muchos casos lo que a ellos les acontecía no era sino figura de lo que había de suceder en lo por venir; con esta diferencia, que a nosotros nos colmó y enriqueció la divina bondad con muy mayores beneficios, por lo cual la mancha de la ingratitud hace mucho más graves las culpas de los cristianos.
Dios no abandona a su Iglesia
Ciertamente que Dios nunca ni por nada abandona a su Iglesia; por lo cual nada tiene ésta que temer de la maldad de los hombres. Pero no puede prometerse igual seguridad las naciones cuando van degenerando de la virtud cristiana.
“El pecado hace desgraciados a los pueblos” (Prov. 14, 34).
Y si en todo el tiempo pasado se ha verificado rigurosamente la verdad de ese dicho, ¿por qué motivo no se ha de experimentar también en nuestro siglo?
Demolición del edificio social
Antes bien, que ya está cerca el día del merecido castigo, lo hace pensar, entre otros indicios, la condición misma de los Estados modernos, a muchos de los cuales vemos consumidos por disensiones y a ninguno que goce de completa y tranquila seguridad.
Y si los malos con sus insidias continúan audaces por el camino emprendido, si llegan a hacerse fuertes en riquezas y en poder, como lo son en malas artes y peores intentos, razón habría para temer que acabasen por demoler, desde los cimientos, puestos por la naturaleza, todo el edificio social.
Llaman “bien al mal y al mal bien»
Ni ese tan grave riesgo se puede alejar sólo con medios humanos, cuando vemos ser tantos los hombres que, abandonada la fe cristiana, pagan el justo castigo de su soberbia con que, obcecados por las pasiones, buscan inútilmente la verdad, abrazando lo falso por lo verdadero, y se tienen a sí mismos por sabios, cuando llaman “bien al mal y al mal bien, como luz a las tinieblas y tinieblas a la luz” (Is. 5, 30).
De la Carta Encíclica Sapientiae Christianae (10 de enero de 1890) de S.S. León XIII, sobre los deberes de los ciudadanos cristianos: