Cuando la persecución a los católicos, sangrienta o sonriente, va creciendo en todo el mundo, el misterio del odio al bienhechor y al mismo Bien vuelve a presentarse. El odio y el amor a Nuestro Señor Jesucristo se explican porque El fue puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel. (S. Luc. 2, 34 ).
El amor por los beneficios recibidos
Al examinar la vida de Nuestro Señor, no encontramos nada que no excite a la más razonable, a la más alta, a la más firme admiración. Como Maestro, enseñó la plenitud de la Verdad. Como Modelo, practicó la perfección del Bien. Como Pastor, no escatimó esfuerzos, ni misericordia, ni severas amonestaciones para salvar a sus ovejas, y terminó dando por ellas su Sangre, hasta la última gota.
Demostró su misión divina con milagros estupendos, llenó las almas de incontables beneficios espirituales y temporales. Extendiendo su solicitud a todos los hombres, en todos los tiempos, instituyó esta maravilla de las maravillas, que es la Santa Iglesia Católica. Y dentro de la Santa Iglesia prolongó su presencia de dos modos: de modo real, en el Santísimo Sacramento, y por el Magisterio en la persona de su Vicario. Tan grande suma de gracias y de beneficios, ninguna mente humana podría imaginar.
Por esto, Nuestro Señor fue amado.
Hay en ser amado una forma particular de gloria. Y ésta Nuestro Señor la tuvo en proporciones únicas. En torno suyo el tropel del pueblo era tan grande, que los Apóstoles tenían que protegerlo. Cuando El hablaba, las multitudes lo seguían en el desierto, sin pensar en abrigo ni en alimento. Cuando entró en Jerusalén, le prepararon un triunfo verdaderamente real. En materia de amor, esto es mucho.
Hubo almas que no perdieron la fe en El ante su aparente fracaso
Existió, sobre todo, más que todo, sin comparación, María Santísima que practicó de modo interrumpido actos de amor como jamás el Cielo y la tierra juntos serían capaces de practicarlos con igual intensidad y perfección. Almas que continuaron amando, en un momento de dolor inexpresable, cuando el Sepulcro se cerró y las sombras y el silencio de la muerte se abatieron sobre el Cuerpo desangrado, y en el que todo parecía terminado, mil veces terminado.
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¿Por qué la verdad despierta odio?
El misterio del terrible odio que suscitó
¿Cómo se puede explicar, entonces, que ese mismo Jesús hubiese suscitado tanto odio?
Porque indiscutiblemente El lo suscitó. Los judíos lo odiaron con un odio avergonzado, devorador, infame, como sólo el infierno puede generar.
Por odio trataron de espiarlo durante mucho tiempo, para ver si encontraban en El alguna culpa que les sirviese como arma de guerra. Esto prueba que no lo odiaban por algún defecto que por equivocación hubiesen imaginado ver en El.
¿Por qué lo odiaban? Si no era por el mal, que en El no existía, y que en vano procuraban encontrar en El, ¿por qué fue? Sólo podría ser por el bien… ¡Misterio profundo de la iniquidad humana!
Este odio se mostraba avergonzado. Así, se manifestaba bajo la apariencia de amabilidad, porque no tenían ninguna razón limpia y honesta para declararlo. A medida que la misión de Jesús fue llegando a su plena realización, el odio de los judíos fue creciendo en intensidad, tendiendo hacia una explosión.
El empleo de la calumnia
Desanimados de encontrar razones para difamarlo, recurrieron al uso amplio de la calumnia. Para vencer en esta forma de lucha contaban con todo lo necesario: dinero, relaciones con los romanos, prestigio del ejercicio de las funciones sagradas. Sin embargo, la guerra de la calumnia fracasó en gran parte. Consiguieron convencer a algunos envidiosos, sembrar la duda en algunos espíritus groseros, embotados, o viciados en dudar de sí mismos, de los otros, de todo y de todos.
Pero era imposible ahogar con calumnias el efecto maravilloso de la presencia, de la palabra y de la acción de Nuestro Señor. Por ello, inventaron el plano supremo: desmentir todo esto mediante una derrota que lo desprestigiara ante todos, y lo sacara del número de los vivos. El resto ya se conoce. Satanás entró en el más repugnante de los hombres, quien lo vendió y, después, lo entregó con un beso.
Un procónsul, más depravado de alma que de cuerpo, inseguro, blando, vanidoso, lo entregó a sus enemigos. Y sobre El cayó el odio de la Sinagoga, con el que los fariseos consiguieron contaminar a la masa.
El alivio de verlo derrotado
Allí se encontraban, aullando de odio, tantos ciegos y paralíticos curados, tantos posesos libertados, tantas almas devueltas a la paz por el Hijo de Dios.
¡Pero también! Cuando recibieron esos beneficios, sintieron una secreta humillación de verse tan inferiores. Cuando recibieron esas enseñanzas, sintieron un movimiento de rebelión que les minaba imperceptiblemente la admiración: ¿por qué era El tan austero; por qué exigía tantos sacrificios?
Viéndolo ahora “derrotado”, se producía el alivio, el triunfo de todos los recalques, de todas las vulgaridades, de todas las envidias, el jugo destilado de todas las infamias. La gran rebelión de los fariseos impíos y entregados a Satanás, de sus congéneres en todas las clases del pueblo, constituyó un frente único con las antipatías inconfesadas, y quizá subconscientes, de los tibios, que produjeron este resultado supremo: el deicidio, el mayor crimen de todos los tiempos.
Catolicismo nº 52