Las circunstancias de la vida moderna y las situaciones de crisis, como las guerras mundiales, obligaron a muchas mujeres a salir de sus hogares y a entrar en el terreno laboral, desgraciadamente muchas veces brutal, que trajo la Revolución industrial.
Poco a poco la masculinización de la mujer fue aumentando. Apareció un gusto manifiesto de estar en la calle enfrentando imprevistos, pasando peripecias, llevando en fin una vida que ya no está enteramente vuelta para los placeres castos de la vida de familia.
En la primera fotografía vemos a una joven trabajadora moderna, en un ambiente hostil e inhumano. Su fisonomía es dura, rígida, tensa, en un entorno donde todo habla de fuerza bruta. Una actividad que en nada se diferencia de las actividades más penosas que un hombre puede realizar, y que exige el cultivo de cualidades típicamente masculinas. Esto nos ayuda a aquilatar la gran crueldad que representa para la mujer la igualación de los sexos.
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En la segunda pintura podemos ver lo que era una camarera doméstica en otros tiempos y podemos sentir cuanto el ser humano ha perdido.
En un ambiente doméstico, esta mujer puede expandir con gran amplitud las preciosas cualidades típicas de su sexo, la dulzura, la afabilidad, la gracia, la bondad, la distinción.
Su fisonomía está distendida, plácida e impregnada de afectividad, cualidades que tan bien se concilian con lo que tiene de más suave la delicadeza femenina.
El ambiente y la cultura, nacidos de la Civilización cristiana, permitieron que simples personas empleadas del hogar pudieran tener esa dignidad y belleza moral.