El hombre contemporáneo padece de un mal moral que es el cáncer que corroe los más bellos frutos de nuestra civilización.
La sociedad actual afirma que funda su organización sobre dos instituciones que son irreconciliables adversarias del egoísmo: la familia y la propiedad. Ahora bien, el hombre contemporáneo es profundamente egoísta y, con ello, falsea tanto la familia como la propiedad. De ahí deriva una perturbación profunda en todo el cuerpo social. Y con esto las puertas quedan abiertas a todos los gérmenes socialistas y comunistas.
La vida de familia, en la gran mayoría de los casos, se va volviendo cada vez más artificial.
Para los hijos, sedientos de placer, el yugo de la autoridad paterna es intolerable. Los padres no son, a sus ojos, sino administradores de la fortuna familiar, a quienes se debe no sólo pedir, sino exigir el dinero necesario para los placeres.
Por otra parte, la sed de placer minó profundamente el sentimiento del amor paterno. Los padres evitan el nacimiento de los hijos, con todo el cuidado con que se evitaría la llegada de un enemigo. Cuando sea necesario, no retroceden ante el aborto. Nacido el hijo, a pesar de todas las precauciones, se le determina en el hogar y principalmente en el presupuesto doméstico, el menor lugar posible, para que quede algún dinero para gastos suntuarios.
Finalmente, el sentimiento de la fidelidad conyugal, que es un cimiento indispensable de la familia, combatido por todos los modos que facilita la tecnología contemporánea presenta una debilidad aterradora.
Se proclama que la familia es la base de la sociedad. Y, precisamente porque esta verdad fundamental es tan generalmente aceptada, nos admira la inconsciencia tranquila con que se ataca esa base y la sorpresa que muchos sienten al comprobar, después, que el edificio social empieza a vacilar.
La otra base de la sociedad es la propiedad. Pero la propiedad debe ser usada sin egoísmo, so pena de convertirse en fuente de perturbaciones sociales graves. Por otra parte, hay que subrayar que la supresión de la propiedad no remediaría, pero sólo agravaría de forma desesperada tales perturbaciones.
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Sin embargo, vemos por todas partes que el egoísmo, produciendo un deseo inmoderado de bienes materiales, perturba profundamente la vida económica. La famosa lucha de clases otra cosa no es sino el choque de dos egoísmos ilícitos, el egoísmo de los que son ricos y quieren conquistar caudales aún mayores, y el egoísmo ‒absolutamente tan criminal y más estúpido que el primero‒ de los que son pobres y, que quieren enriquecer a costa del saqueo de la fortuna ajena.
Y no es sólo la vida doméstica y la vida económica, sino también la política interna y la política exterior de la mayor parte de los pueblos, que se resiente de las perturbaciones causadas por el egoísmo.
Principios, ideales, virtudes, ¿qué valen en la mayoría de las luchas políticas trabadas entre partidos? ¿Qué valen en las contiendas internacionales que en todo momento amenazan con incendiar el mundo? Detrás de los manifiestos políticos resonantes, de las notas diplomáticas sentenciosas, cuántas y cuántas veces se sorprende la codicia y la ambición, jugando con los principios más venerables y los derechos más sagrados, como mero artificio de pirotecnia para entusiasmar a las masas?
Si la familia y la propiedad son la base de la sociedad contemporánea, pero el egoísmo del hombre del siglo XX distorsiona la vida doméstica y atenta contra la propiedad ajena, ¿qué prodigio puede haber en que la sociedad vacile sobre sus fundamentos sacudidos y esté a punto de caer, cuando le dé un leve empujón la mano criminal de un aventurero cualquiera?
Plinio Corrêa de Oliveira, in Diario de São Paulo (Trecho traducido y adaptado)