¿Cómo hemos cambiado nuestro modo de ser y pensar sin advertirlo? En este artículo de 1969, Plinio Corrêa de Oliveira analiza esta “guerra cultural”, victoriosa gracias a la deformación del sentido de las palabras.
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La tradición es un valor muy alto del espíritu, y merece, en principio –bajo ciertos aspectos, por supuesto‒ preceder a (los conceptos) de familia y de propiedad.
En nuestras circunstancias particulares, por otra parte, la Tradición tiene un papel de tal manera importante que, en mi opinión, sólo una palabra podría precederla. Es la palabra Religión.
De hecho, la tradición hoy defiende los propios presupuestos de la civilización, y particularmente de la civilización perfecta que es la cristiana.
Me explico. Para no alargar demasiado las cosas, basta considerar las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Innumerables cambios han tenido lugar en este período en el pensar, sentir, vivir y actuar de los hombres.
Considerados estos cambios en su conjunto ‒y sin considerar las excepciones‒ es innegable que ellos se dirigen a una situación de violenta oposición con todas las tradiciones espirituales y culturales que recibimos.
Estas tradiciones siguen aún vivas, pero en todo momento alguna modificación las debilita. Por supuesto, si nadie se levanta en su defensa, a la larga perecerán. Ahora, la extinción de estas tradiciones importa, en mi opinión, en el mayor naufragio de la Historia.
Daré algunos ejemplos. Mostraré como las mejores tradiciones están siendo erosionados por distorsiones sofísticas de algunos conceptos, por lo demás, de alto valor:
‒ «Bondad«: según el sofisma moderno, quien es bueno jamás hace sufrir a los demás. Pero el esfuerzo hace sufrir. Por lo tanto, sólo es bueno quien no pide esfuerzos a los demás. La civilización cristiana, por el contrario, modeló a los pueblos de Occidente de acuerdo con el principio de que el esfuerzo es un requisito esencial para la dignidad, el decoro, el buen orden y la productividad de la vida. Si «bondad» es, en todos los campos, la abolición del esfuerzo, ¿no se priva implícitamente la vida de los valores sin los cuales ella no es digna de ser vivida? Y entonces, esta «bondad» hipertrofiada, ¿no es el peor maleficio?
‒ «Amor al niño«: de acuerdo con esta «bondad» endulzada y desfibrada, el amor al niño consiste en dispensarlo de todo esfuerzo. Esto se pretende conseguir por mil técnicas, cuyo efecto sería instruir y formar al niño sin ningún sacrificio para él. El aferrarse a esta idea va hasta a condenar los castigos escolares porque hacen sufrir al culpable, y condenar los premios porque pueden dar complejos a los vagabundos. Teniendo en cuenta que, según la tradición cristiana y el sentido común, uno de los propósitos esenciales de la educación es formar para la lucha de la vida a través del hábito del esfuerzo y del sacrificio, ¿qué es este «amor al niño», sino una cruel deseducación?
‒ «Simplicidad«, «despretensión»: Simple serían aquellos que prefieren las cosas que no requieren mucho gusto, ni mucho esfuerzo. Sin pretensiones sería la persona que siente bienestar en ser vulgar. «Simplicidad» y «despretensión» van invadiendo cada vez más las costumbres de los jóvenes y adultos. Las reglas de cortesía y de trato; el modo de organizar una casa, de recibir, de vestirse, de hablar, van siendo cada vez más «simples» y «sin pretensiones». Decoro, brillo, calidad, clase, prestigio, son valores de espíritu cada día menos aceptados.
Ahora, ellos contienen muchos elementos de lo que la tradición nos ha legado de más precioso. Con esto, la vida se va tornado descolorida, los estímulos nobles se marchitan, los horizontes se acortan y la vulgaridad invade todo. Bajo el pretexto de la «simplicidad» y de «falta de pretensiones», es la pereza más refinada que triunfa. Sí, la molicie refinada: el único «raffinement» que nos resta.
‒ «Espontaneidad«, «naturalidad«, «sinceridad«: estas disposiciones de alma llevarían a evitar otro tipo de esfuerzo: el de pensar, de querer, de refrenarse. Inducirían a dar rienda suelta a la sensación, a la fantasía, a la extravagancia, de todos modos. La Televisión, que excita, va matando así el libro, que invita a la reflexión; las ideas se van empobreciendo, y con ellos el vocabulario también. Hablar se reduce en ciertas ruedas a narrar en algunos vocablos básicos algunos tantos hechos elementales. Divertirse es saltar y dar gritos sin sentido. Y reír. Reír mucho, pero sin mucha razón para reír. Está claro que en materia sexual, incluso más que en otras, cualquier contención es rechazada. La «moral sexual» de algunas personas consiste en legitimar todos los excesos para evitar complejos. El pudor sería así el gran enemigo de la moral. El libertinaje, el camino para la normalidad.
‒ «Ideas amplias«: quien las tiene, debe pactar con todo. Obispos o gobernantes, maestros o padres que no acepten todos los disparates que acabo de mencionar, son déspotas de ideas estrechas, que quieren mantener el yugo de prejuicios ahora insostenibles.
Pero alguien dirá, tal forma de ser, ¿no es la de una minoría de extravagantes y no de la mayoría? ¿No es verdad que ésta asiste desolada y conmocionada ante tales excesos? Desolada y sorprendida, sí, estoy de acuerdo. Pero pronto añado: también aplastada y sumisa. La historia de todos los «progresos» de esta década ha sido la siguiente:
- una minoría lanza una extravagancia «loca»;
- la mayoría siente escalofríos y protesta;
- la minoría insiste;
- la mayoría se va acostumbrando, adaptando y sujetando;
- mientras tanto la minoría prepara un nuevo escándalo;
- y este escándalo tendrá el mismo éxito.
Así la mayoría va entrando en este nuevo mundo, fascinada, con piel de gallina, hipnotizada, como el pajarito entra en la boca de la serpiente.
De tanto reducir la cortesía, ella morirá. De tanto acortar los trajes, desaparecerán. De tanto callar sobre los valores fundamentales de la cultura y del espíritu, ellos desertarán la Tierra. De tanto desencadenar desórdenes, estos acabarán invadiendo y sumergiendo todo.
¿Hay alguna forma de evitar esto, sino luchar por nuestra Tradición, portadora de todos los valores cristianos auténticos, o incluso simplemente humanos, que este huracán va destruyendo?
Folha de S. Paulo, 20 de marzo 1969