La Iglesia avanza en la historia siempre vencedora, de acuerdo a los designios misteriosos de Dios.
Los tres primeros siglos de persecución tocaron su punto más alto en tiempos del emperador Diocleciano (284-305). Todo parecía perdido. El desaliento fue una tentación para muchos cristianos y entre ellos hubo quienes perdieron su fe. Pero, quien perseveró tuvo la inmensa alegría, unos años más tarde, al ver el resplandor la Cruz de Cristo en las banderas de Constantino en la batalla de Saxa Rubra (312). Esta victoria cambió el curso de la historia. El Edicto de Milán‒Nicomedia en el año 313, concediendo libertad a los cristianos, revirtió el veredicto del Senado de Nerón, que proclamaba el cristianismo «superstitio illicita«.
La cristianización pública de la sociedad comenzó en un clima de entusiasmo y fervor. En 325, el Concilio de Nicea pareció marcar el renacimiento doctrinal de la Iglesia, con la condena de Arrio, quien negaba la divinidad del Verbo. En Nicea, gracias al aporte decisivo del diácono Atanasio (295-373), después obispo de Alejandría, fue definida la doctrina de la «consustancialidad» de naturaleza entre las tres personas de la Santísima Trinidad.
En los años siguientes, entre la posición ortodoxa y la de los herejes arrianos se insinuó un «tercer partido», el de los «semi‒arrianos». Divididos a su vez en varias facciones, reconocían una cierta analogía entre el Padre y el Hijo, pero negaban que fuese «engendrado, no creado, de la misma sustancia que el Padre», como afirmaba el Credo de Nicea. Reemplazaron la palabra omousios, que significa «de la misma sustancia», por el término omoiusios, que significa «de sustancia similar».
Los herejes, arrianos y semiarrianos, habían entendido que su éxito dependería de dos factores: el primero era permanecer dentro de la Iglesia; el segundo, obtener el apoyo del poder político y por lo tanto de Constantino, y luego de sus sucesores. Lo que, de hecho, sucedió. Una crisis dentro de la Iglesia, nunca antes conocida, se prolongó por más de 60 años.
Nadie lo ha descrito mejor que el Cardenal Newman en su libro The Fourth Century Arians (1833), captando todos los matices doctrinales de la cuestión.
Un erudito italiano, prof. Claudio Pierantoni ha trazado recientemente un paralelo claro entre la controversia arriana y la presente sobre la exhortación apostólica Amoris laetitia (http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1351421.html).
Pero, en 1973, Mons. Rudolf Graber (1903-1992), obispo de Ratisbona, evocando la figura de San Atanasio, en el XVI centenario de su muerte, comparó la crisis del siglo IV a la que siguió al Concilio Vaticano II (Atanasio Kircheunserer und die Zeit: zuseinem 1600 Todestag Kral 1973).
Atanasio, por su fidelidad a la ortodoxia, fue duramente perseguido por sus propios hermanos y por cinco veces, entre 336 y 366, se vio obligado a abandonar la ciudad de la que era obispo, pasando largos años de exilio y de luchas extenuantes en defensa de la fe. Dos asambleas de obispos, en Cesarea y Tiro (334-335), lo condenaron por rebelión y fanatismo.
Y en 341, mientras que un Concilio de cincuenta obispos, en Roma, proclamó inocente a Atanasio, el Concilio de Antioquia, a la que asistieron más de noventa obispos, ratificó las actas de los sínodos de Cesárea y Tiro, y puso a un arriano en la cátedra episcopal de Atanasio.
El siguiente Concilio de Sárdica, en 343, terminó en una cisión: los Padres occidentales declararon ilegal la deposición de Atanasio y volvieron a confirmar el Concilio de Nicea; los orientales condenaron no solo a Atanasio, sino también al papa Julio I, posteriormente canonizado, que lo había apoyado. El Concilio de Sirmio, en el 351, buscó un término medio entre la ortodoxia católica y el arrianismo.
En el Concilio de Arlés, de los 353 padres, incluyendo el legado de Liberio, que había sucedido como Papa a San Julio I, firmaron una nueva condena de Atanasio. Los obispos se vieron obligados a elegir entre la condena de Atanasio y el exilio. San Paulino, obispo de Tréveris, era casi el único que luchó por la fe de Nicea, y fue desterrado a Frigia, donde murió como resultado del maltrato por parte de los arrianos.
Dos años más tarde, en el Concilio de Milán (355), más de trescientos obispos de Occidente firmaron la condena de Atanasio y otro padre ortodoxo, San Hilario de Poitiers, fue desterrado a Frigia por su lealtad inflexible a la ortodoxia.
En 357 el Papa Liberio, vencido por el sufrimiento del exilio y la insistencia de sus amigos, también presionado por «el bien de la paz», firmó la fórmula semiarriana de Sirmio y rompió la comunión con San Atanasio, declarándolo separado de la Iglesia romana, por el uso del término «consustancial” como lo testimonian cuatro cartas dictadas por San Hilario (Manlio Simonetti, la crisis arriana del siglo IV, Institutum Patristicum Agustiniano, Roma 1975, pp. 235-236).
Bajo el pontificado del mismo Liberio, los Concilios de Rimini (359) y Seleucia (359), que constituyeron un solo gran Concilio representante del Occidente y del Oriente, abandonaron el término «consustancial» de Nicea y establecieron una equívoca “tercera vía” entre los arrianos y San Atanasio. Parecía que la herejía rampante había vencido en la Iglesia.
Los Concilios de Seleucia y Rimini hoy en día no son contados por la Iglesia entre los ocho concilios ecuménicos de la antigüedad, pero sin embargo contaron hasta 560 obispos, casi todos los Padres de la Cristiandad, y «ecuménicos» como fueron definidos por los contemporáneos. Fue entonces que San Jerónimo acuñó la expresión según la cual «el mundo gimió y se dio cuenta con asombro que se había convertido en arriano» (Dialogus a Versus Luciferianos, n. 19, PL, 23, col. 171).
Lo que es importante subrayar es que no fue una disputa doctrinal limitada a algunos teólogos, ni un simple enfrentamiento entre obispos en el que el Papa debería actuar como árbitro. Fue una guerra religiosa en la que participaron todos los cristianos, desde los Papas al último de los fieles. Nadie se encerró en su propio búnker espiritual, nadie se quedó en la ventana, espectador silencioso del drama.
Todos bajaron a luchar en las trincheras, de uno u otro lado de la separación. No fue fácil en ese momento comprender si un obispo era ortodoxo o no, pero el sensus fidei era la brújula para orientarse. El cardenal Walter Brandmüller, hablando en Roma 7 de abril de 2018, recordó que «el ‘sensus fidei’ actúa como una especie de sistema inmunológico espiritual, que nos hace reconocer y rechazar instintivamente cualquier error a los fieles. Sobre este ‘sensus fidei’ se apoya por lo tanto ‒independiente de la promesa divina‒ la infalibilidad pasiva de la Iglesia, es decir, la certeza de que la Iglesia, en su totalidad, jamás podrá incurrir en una herejía”.
San Hilario escribe que durante la crisis arriana los oídos de los fieles, que interpretaban en sentido ortodoxo las afirmaciones equívocas de teólogos semiarrianos, eran más santos que el corazón de los sacerdotes. Los cristianos que se habían resistido a los emperadores durante tres siglos, ahora resistían a sus propios pastores, en algunos casos incluso al Papa, culpable, si no de abierta herejía, al menos de una grave negligencia.
Mons. Graber recuerda las palabras del Athanasius (1838) de Joseph von Görres (1776-1848), escrito en el momento de la arresto del arzobispo de Colonia, hoy aún de extraordinaria actualidad: «La tierra tiembla bajo nuestros pies. Uno puede suponer con certeza que la Iglesia saldrá ilesa de tal ruina, pero nadie puede decir y conjeturar quién y qué sobrevivirá. Nosotros, por lo tanto, advirtiendo, recomendando, levantando nuestras manos, querríamos prevenir el mal mostrando sus signos. Incluso los animales que llevan a los falsos profetas, se encabritan, se detienen y reprochan con lenguaje humano su injusticia a aquellos que los golpean y no ven la espada desenvainada (por Dios), que cierra el camino para ellos (Números, XXII, 22-35). Trabajad hasta que sea de día, porque nadie puede trabajar de noche. No necesitas esperar nada: la espera no ha hecho más que agravar todas las cosas”.
Hay momentos en que un católico se ve obligado a elegir entre la cobardía y el heroísmo, entre la apostasía y la santidad. Fue lo que sucedió en el siglo IV, y lo que está sucediendo hoy.
(Roberto de Mattei)