“Ceder para no perder”, lema de todas las capitulaciones, también se invoca en relación a la demolición moral de nuestra sociedad.
Asistimos actualmente a la propagación, incluso en los medios católicos, de una convicción peligrosa según la cual el reconocimiento jurídico de las cohabitaciones homosexuales constituiría el único remedio para evitar «el matrimonio entre personas del mismo sexo»… «No al matrimonio homosexual, sí al reconocimiento de los derechos de las parejas de hecho y homosexuales»: tal es la palabra de orden de quienes querrían organizar «una línea de defensa» fundada sobre el «principio» ruinoso del «ceder para no perder».
No se trata solamente de un colosal error estratégico sino también y sobre todo de un grave error moral. La moral, y no sólo la moral católica, sino la moral natural, tiene su eje en el principio según el cual se debe hacer el bien y evitar el mal: bonum faciendum et malum vitandum. Este principio primero es inmediatamente evidente al hombre, en todos tiempos y en todo lugar, y no admite interpretaciones ni compromisos. Postulando la existencia del bien y del mal, presupone la existencia de un orden objetivo e inmutable de verdades morales que el hombre descubre primero en su corazón, porque existe una ley natural inscrita «en su corazón» (Rom. 2, 14-15).
Del principio según el cual es necesario hacer el bien y evitar el mal deriva una consecuencia necesaria: jamás es lícito a nadie y en ninguna esfera, ni privada ni pública, hacer el mal. El mal, que es la violación de la ley moral, puede ser tolerado en algunos casos excepcionales pero jamás hecho positivamente. Esto significa que ninguna circunstancia, ni ninguna buena intención podrán jamás transformar un acto intrínsecamente malo en un acto humano bueno o indiferente. Jamás un mal, aunque mínimo, podrá ser ejecutado, aunque por las más nobles motivaciones.
El sistema moral del «proporcionalismo», hoy a la moda, rechaza la idea de principios absolutos en el dominio moral y admite la posibilidad de hacer el «menor mal» posible en una situación particular para obtener un bien proporcionalmente más grande. Esta teoría ha sido condenada por el Papa Juan Pablo II en su encíclica Veritatis Splendor, que reafirma la existencia de «absolutos morales», que tienen un contenido inmutable e incondicionado. “La ponderación de los bienes y de los males, como consecuencias previsibles de una acción ‒explica el Papa‒, no es un método adecuado para determinar si la elección de ese comportamiento concreto es (…) moralmente bueno o malo, lícito o ilícito» (Nº 77).
El recto criterio del juicio moral es, en efecto, aquel que evalúa un acto como «bueno» o «malo», según respete o viole la ley natural y divina, considerándolo en primer lugar y antes de todo en sí, es decir, en su objeto, en sus circunstancias y consecuencias propias. Por el contrario, el criterio proporcionalista es relativista porque evalúa un acto como «mejor» o «peor», según mejore o empeore una situación dada. La Congregación para la Doctrina de la Fe, en una Nota del 21 de diciembre de 2010 que trata sobre la banalización de la sexualidad, se refiere a aquellos que interpretan un cierto número de palabras de S.S. Benedicto XVI en su libro «Luz del mundo», que recurren a lo que ha sido convenido llamar la teoría del «mal menor», declara que «esta teoría, sin embargo, es susceptible de interpretaciones erróneas, de carácter proporcionalista», condenadas por la Veritatis Splendor, porque «una acción mala por su objeto, aunque se trate de un mal menor, no puede ser lícitamente querida». Esto tiene un valor vinculante, tanto en el plano de la conducta personal como en la del comportamiento público. Los parlamentarios católicos pueden no tener la posibilidad de realizar concretamente el mayor bien, pero ellos no pueden jamás promover una ley injusta en sí, cualquiera sea su motivación. Si el principio, según el cual el mal menor puede ser realizado para obtener un mayor bien, fuese admitido, los católicos podrían promover el aborto terapéutico, para evitar el aborto selectivo; la fecundación artificial homóloga, para evitar la fecundación artificial heterogénea; las uniones civiles, para evitar el «matrimonio» homosexual. Pero si esto se hiciera, toda la moral se derrumbaría porque, de mal menor en mal menor, cualquier arbitrariedad podría ser permitida.
No faltan personas que, para justificar el principio del mal menor en el dominio político, se refieren a una frase del Papa Juan Pablo II su encíclica Evangelium Vitae, según la cual «podría lícitamente apoyar proposiciones destinadas a limitar los perjuicios de una tal ley (abortista) y a disminuir así los efectos negativos en el plano de la cultura y de la moral pública» (Nº 73). Pero este pasaje no puede ser interpretado sino de manera coherente con la Veritatis Splendor y con el Magisterio moral de la Iglesia, que enseña que es posible tolerar un mal, renunciando a reprimirlo y que es aún posible regular un mal, en el sentido de reducir su libertad y dominio de acción, pero que no es posible permitir o regular un mal autorizándolo porque eso significaría aprobarlo y tornarse plenamente cómplice (Cf. Ramón García de Haro, La vita cristiana, Ares, Milano 1995).
El pasaje antes citado, el Papa no declara que es lícito para un católico hacer una ley injusta, sino que le es lícito intervenir sobre una ley, en curso de elaboración parlamentaria, modificarla, a través de enmiendas simples revocatorias o restrictivas, de disposiciones permisivas e inmorales. Se trata en este caso de modificaciones que impidan que ciertas proposiciones de normas no tengan fuerza de ley. Es necesario sin embargo precisar que, en nuestro ordenamiento jurídico, la ley no es solamente votada artículo por artículo, sino también en su conjunto, en signo de aprobación global. Por lo tanto, jamás será permitido al parlamentario católico dar su sufragio en la votación final de modo positivo a un texto que autoriza acciones inmorales, aunque esa ley sea el resultado de la aprobación de sus modificaciones.
En efecto, no puede en ningún caso y de ninguna manera tomar sobre sí la responsabilidad global de un texto final autorizando por ejemplo prácticas abortivas, aunque sea solamente en casos raros y extremos. Esto significa que él podrá corregir la proposición de ley a través de enmiendas correctivas, pero que no podrá aprobar el texto final si permanecen en él las disposiciones malas. Una ley para poder ser moralmente propuesta por un parlamentario católico debe tener una integridad propia y debe ser totalmente justa en el sentido de que ninguna de sus disposiciones contradiga la Ley natural y divina. Pero si de una ley contiene aunque sea una sola disposición intrínsecamente y objetivamente inmoral, ella constituye una «no ley». Un parlamentario católico no podrá en algún caso votarla en su conjunto, bajo pena de tomar la responsabilidad moral y jurídica del conjunto del texto. «Bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu » no se cansa de repetir Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, I-II, q. 71, a. 5, ad 2; II-II, q. 79, a. 3, ad 4).
En Italia, representantes de centroderecha y de centroizquierda encuentran actualmente un «amplio acuerdo» para exhumar los DICO (» derechos y deberes de las personas que cohabitan de manera estable»), el proyecto de ley que reconoce jurídicamente las relaciones de cohabitación presentado por el gobierno de Prodi en febrero de 2007. En la época, el proyecto fue frustrado gracias a la oposición de los católicos. Hoy, ciertas personalidades del mundo católico consideran también el reconocimiento de las uniones homosexuales de hecho como «un mal menor» que podría aceptarse para evitar «el mal mayor» del «matrimonio» homosexual. Pero desde el punto de vista moral, el reconocimiento legal de las uniones homosexuales es tan grave como su igualación legal con el matrimonio. Por esto, la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el documento sobre «Proyectos de reconocimiento jurídico de las uniones entre personas homosexuales» del 3 de junio de 2003, aprobado por el Papa Juan Pablo II, establece que «el respeto hacia las personas homosexuales no puede de ninguna manera conducir a la aprobación del comportamiento homosexual o al reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales». Votar una ley de este tipo significa tornárse cómplice de un mal que no es anulado por la pretendida «reducción del daño». Si fueran presentados al Parlamento dos proyectos, uno legalizando el «matrimonio» homosexual y el otro reconociendo los derechos de las parejas homosexuales, aunque no igualándolas al matrimonio, los católicos no podían votar en favor del segundo como siendo «menos malo» que el primero, dice el peor de los dos proyectos debiera ser adoptado, la responsabilidad sería solamente de quienes lo sostuvieron. ¿Cómo se puede imaginar que un católico pueda aprobar una ley que protege jurídicamente uno de los «pecados que claman al cielo» como «el pecado de los sodomitas»? (Catecismo de la Iglesia católica, nº 1867)
Fuente: Por Roberto de Mattei, Correspondance européene