El relativismo moral y el subjetivismo, nacidos del Protestantismo, van llevando al estallido social. Una sociedad sólo puede subsistir cuando los individuos que la componen tienen principios en común, que son la propia base de sus relaciones y de sus leyes.
La periodista Giulia Galeotti escribió en el periódico L’Osservatore Romano una interesante reseña del libro The Unintended Reformation – How a Religious Revolution Secularized Society, [La Reforma no deseada – Cómo una Revolución religiosa secularizó la sociedad] del historiador norteamericano Brad S. Gregory.
Según tal reseña, el lugar de la Reforma protestante en la historia europea parecía claro a numerosos sectores de la opinión contemporánea. Lanzada hace más de cinco siglos, se habría transformado en un acontecimiento distante de la dinámica política, del sistema económico, de los debates morales y de los problemas sociales por los que hoy atraviesa el mundo.
Sin embargo, el mencionado historiador trata de demostrar exactamente lo contrario, es decir, que la Reforma continúa marcando a fondo nuestro presente.
La pseudo reforma protestante lleva al estallido de la sociedad
¿De dónde nace el actual pluralismo exasperado de los credos religiosos y civiles? ¿Del hecho de que falta una idea sustancial compartida del bien común, o de que nuestras sociedades están tan fragmentadas que llegan a considerar habitualmente que la verdad es una cuestión relativa y opinable?
En la opinión de Gregory, el hiperpluralismo en todos los ámbitos que caracteriza nuestra época es el efecto a largo plazo del terremoto estructural que marcó el medio del segundo milenio de nuestra era, haciendo desmoronarse el sistema de la vida intelectual, moral y social del Occidente, que hasta entonces estaba en vigor.
Una religión subjetiva y arbitraria
El enredo complejo y enmarañado derivado de la transformación –y en parte del rechazo– de las tradiciones de la Cristiandad medieval sustituyó gradualmente aquel tejido religioso unívoco que hasta entonces había hermanado a las sociedades occidentales.
Fue precisamente la difusión de la idea de la libertad religiosa que propagó una noción de religión subjetiva y arbitraria, contraria a la noción hasta entonces universalmente compartida, con efectos profundamente nocivos en nuestros días.
El Protestantismo, ¿obra del Espíritu Santo?
El estudioso se revela justificadamente preocupado por el peligroso relativismo moral que sustituyó a la virtud de la caridad, de lo que resulta una política sin ética.
Una política sin ética
Para él, la libertad religiosa se fue transformando progresivamente en la libertad de religión, permitiendo el crecimiento de una sociedad irremediablemente fragmentada. Una realidad fragmentada sería la herencia que nosotros recibimos de la Reforma protestante: los desacuerdos intelectuales se deshacen hoy en minúsculos discursos especializados; la idea que la ciencia moderna –supuesta fuente de toda la verdad– necesariamente mina el credo religioso; una visión terapéutica de la religión; una serie de valores morales de contrabando, con los cuales se procura fertilizar un liberalismo estéril; y la certeza institucionalizada de que sólo las universidades laicas serían capaces de ofrecer el saber.
Deformación del estudio de la historia
Esa fragmentación alteró también la investigación histórica.
Gregory vuelve continuamente a este punto, criticando el modo de hacer historia y de condicionar a los jóvenes, imponiéndoles categorías rígidas, reduciendo el pasado a una serie de bloques temporales. Esto impide una real comprensión de la historia, que sólo se esclarece a lo largo del tiempo.
El proceso revolucionario desde el protestantismo a nuestros días. (Libro gratuito)
Así, numerosos historiadores –de modo análogo a sus colegas de otras disciplinas– tienden a un particularismo exasperado, a una fragmentación, acabando por perder la visión de conjunto en sus disciplinas.
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El análisis parece especialmente certero en este comienzo del siglo XXI, cuando el relativismo moral y, más aún, el subjetivismo están marcando a fondo a nuestros contemporáneos.
Pero esa posición, que a algunos puede parecer simpática y moderna (o post‒moderna), lleva necesariamente al estallido de la sociedad, ya que ésta sólo puede subsistir cuando los individuos que la componen tienen principios en común, que son la propia base de sus relaciones y de sus leyes.
Encontramos, pues, que lo que mantiene unida la modernidad es algo muy frágil. Y los efectos se hacen sentir cada día con más fuerza.