La fisonomía y el porte de las imágenes deben reflejar las virtudes de las personas que representan. El arte contribuye así a la formación moral de los fieles. De lo contrario, pueden servir de vehículo a los más graves y funestos errores implícitos contra la moral católica.
Un principio generalmente admitido en iconografía “y que constituye, por lo demás, una consecuencia del simple sentido común” preceptúa que la fisonomía y el porte de las imágenes deben reflejar las virtudes de las personas que representan. El arte contribuye así a la formación moral de los fieles.
Ese principio que atribuye al arte una verdadera misión en la santificación del hombre, no puede ser puesto en duda por parte de católicos equilibrados y sensatos. El se ve confirmado por el sentir de todas las generaciones católicas, por la Tradición y por la Revelación. En todos los tiempos el arte cristiano entendió que las imágenes deberían expresar la santidad.
Siempre se consideró que fue una gracia de santificación excepcional para los contemporáneos de Nuestro Señor y de Nuestra Señora, poder contemplar sus rostros inexpresablemente virtuosos. En la Transfiguración, el esplendor que se irradiaba de Nuestro Señor, de Moisés y de Elías expresaba no sólo la gloria, sino también la santidad infinita del primero, y eminente de los otros dos. En fin, no hay nada más sólido, más patente, más positiva y universalmente admitido en esta materia que este principio.
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Eso explica que ciertas imágenes hayan hecho “por la gracia de Dios” tanto bien a las almas, llegando a provocar verdaderas conversiones.
No nos será difícil admitir que una imagen como la de nuestra fotografía (arriba) provoque sentimientos profundos de amor y de temor reverencial a Nuestro Señor.
De temor, porque la fuerza y la gravedad del porte, la nobleza del gesto y del semblante, una cierta majestad de Rey y de Maestro que se desprende discretamente de la figura, nos infunden naturalmente el sentimiento humilde de nuestra inferioridad, avivan la persuasión de nuestras imperfecciones, y nos hacen ver cuánto ellas son viles, mezquinas y censurables.
¿Sólo el arte sacro puede ser cristiano?
De amor, porque tanta grandeza coexiste con una simplicidad extrema, un tal orden interior, un equilibrio tan perfecto, una suavidad venida de lo más profundo, que imponen la admiración, la confianza sin límites, en fin el amor.
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Pero si hay imágenes que pueden hacer el bien, no faltan desgraciadamente aquellas que pueden hacer el mal.
¿Quien diría que este acróbata brutal y feroz, que parece ejecutar un violento paso de danza, vestido de modo cacofónico y sustentado por dos manos ciclópeas y deformes, sea Nuestro Señor Jesucristo, de una santidad, y por lo tanto de una templanza, una dignidad, una elevación y una nobleza infinitas?
Si se debiese tomar por ideal de perfección moral a este ídolo siniestro, violento y extravagante, es innegable que se estaría apartando del camino de la santidad.
Esto es tan verdadero que el arte, incluso cuando se dice católico, puede servir de vehículo a los más graves y funestos errores implícitos contra la moral católica.
Catolicismo Nº 56 – Agosto de 1955