“He aquí el Corazón que tanto amó a los hombres que no ha perdonado desvelos, hasta agotarse y consumirse por testificarles amor, y por toda correspondencia sólo recibe de la mayor parte de ellos ingratitudes” (Santa Margarita María Alacoque) 1
El Sagrado Corazón de Jesús: un inmenso brasero de amor que nos pide una fe especial y concreta.
El la exigía otrora como condición indispensable para sus milagros; y la espera también de nosotros, antes de concedernos sus beneficios. “Si puedes creer, todo es posible al que cree” (Mc. 9,23), decía al padre del niño poseso. Es decir, Él quiere que hagamos nuestros pedidos con una gran Confianza.
Debemos pedirle que aumente nuestra Fe. Repitamos con frecuencia la oración del Evangelio: “¡Creo, Señor, ayudad a mi incredulidad!” (Mc. 9,23). Pues la desconfianza en Dios nos es muy perjudicial. Sean cuales fueren sus causas, nos trae perjuicios, privándonos de grandes bienes.
Almas sin confianza, ¿por qué dudamos?
La prueba nos asalta de mil maneras; ya los negocios temporales peligran, el futuro material nos inquieta; ya la maldad nos ataca la reputación, la muerte rompe los lazos de las amistades más legítimas y cariñosas. Entonces, nos olvidamos del cuidado maternal que la Providencia tiene con nosotros… Murmuramos, nos enfadamos, y de este modo aumentamos las dificultades y el efecto doloroso de nuestro infortunio.
Almas sin confianza, ¿por qué dudamos?
Si nos hubiéramos apegado al Divino Maestro con confianza tanto mayor, cuanto más desesperada pareciese la situación, ningún mal nos sobrevendría de ella… Habríamos caminado tranquilamente sobre las olas; habríamos llegado sin tropiezos al golfo tranquilo y seguro, y, en breve habríamos hallado la región hospitalaria que la luz del cielo ilumina.
Repitamos con frecuencia la invocación tan conmovedora: “Corazón de Jesús, ¡en Vos confío!
Nuestro Señor decía a un alma privilegiada: “Es suficiente esta pequeña oración: En Vos confío, para encantarme el Corazón, porque en ella se comprenden la confianza, la fe, el amor y la humildad”.
¡Extraña aberración de la inteligencia humana! ¡Creemos en los milagros del Evangelio, puesto que somos católicos convencidos; creemos que Cristo no perdió nada de su poder subiendo a los Cielos; creemos en su bondad, ¡probada en toda su vida…! ¡Y, sin embargo, no sabemos abandonamos confiadamente a El!
¡Qué mal conocemos al Corazón de Jesús! Nos obstinamos en juzgarlo por nuestros débiles corazones: realmente parece que queremos reducir su inmensidad a nuestras mezquinas proporciones. Nos cuesta admitir esa increíble misericordia con los pecadores, porque somos vengativos y lentos en perdonar. Comparamos su infinita ternura con nuestros pequeños afectos… Nada podemos comprender de ese fuego devorador que hacía de Su Corazón un inmenso brasero de amor, de esa santa pasión por los hombres que le dominaba completamente, de esa caridad infinita que le llevó de las humillaciones del Pesebre al sacrificio del Gólgota.
Digamos al Divino Maestro, que, de ahora en adelante, queremos abandonarnos enteramente a Su amorosa dirección. Que le confiamos el cuidado de nuestro futuro material. Ignoramos lo que nos reserva ese futuro, sombrío y lleno de amenazas. Pero que nos abandonamos en las manos de Su Providencia. Confiemos nuestros pesares a Su Corazón. Son a veces muy crueles. Pero Él está con nosotros para suavizarlos. Confiemos en Su misericordia nuestras miserias morales. La flaqueza humana nos hace temer todos los desfallecimientos, pero Tú, Señor, nos has de amparar y preservar de grandes caídas.
Pero “Buscad primero el reino de Dios y su justicia; y todas las cosas se os darán por añadidura”. Así fue cómo el Salvador concluyó el discurso sobre la Providencia. Conclusión consoladora, que encierra una promesa condicional; de nosotros depende el ser beneficiados por ella. El Señor se ocupa tanto más de nuestros intereses, cuanto más nosotros nos preocupamos con los suyos.
Conviene parar para meditar las palabras del Maestro. Se presenta entonces una cuestión: ¿Dónde se encuentra ese reino de Dios, que debemos buscar antes que todo lo demás? “Dentro de vosotros” (Luc. 17, 21), responde el Evangelio, “Regnum Dei intra vos est”.
Origen de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús
Buscar el Reino de Dios es, pues, levantarle un trono en el alma; es someternos enteramente a su dominio soberano. Que conservemos todas nuestras facultades bajo el cetro misericordioso del altísimo. Acuérdese nuestra inteligencia de su constante presencia, confórmese nuestra voluntad a la Suya, vuele nuestro corazón hacia El con frecuencia, en actos de caridad ardiente y sincera.
Habremos practicado, entonces, esa “justicia” que, en el lenguaje de la Escritura, significa la perfección de la vida interior. Habremos seguido entonces, puntualmente, el consejo del Maestro: habremos buscado el reino de Dios. “Y todas las cosas se os darán por añadidura”.
Hay aquí una especie de contrato bilateral: de nuestro lado trabajamos para la gloria del Padre Celestial; de su lado, el Padre se compromete a proveer nuestras necesidades. Echad, pues, todas vuestras preocupaciones en el Corazón Divino; cumplid el contrato que Él os propone; Él cumplirá la palabra dada; velará sobre vosotros y “os sostendrá” (Sal. 54,23). “Piensa en Mí –dice el Salvador a Santa Catalina de Siena- y Yo pensaré en ti”.
Y de la reflexión, pasad a la acción. Haced frecuentemente actos de confianza; que cada acción vuestra os sirva de ocasión para renovarlos. Y es, sobre todo, en las horas de dificultad y de prueba cuando los debéis multiplicar. Repetid con frecuencia la invocación tan conmovedora: “Corazón de Jesús, ¡en Vos confío!», ella – a pesar de ser tan corta – es suficiente para encantar al Sagrado Corazón de Jesús, que tanto amó a los hombres y por ellos fue tan poco amado.
Trechos adaptados del Libro de la Confianza. (Bajar el libro gratuito)
1 Santa Margarita María Alacoque (1647-1690), rezaba delante del Santísimo Sacramento, en 1675, cuando Nuestro Señor se le aparece mostrando el Corazón y le dice: “He aquí el Corazón que tanto amó a los hombres que no ha perdonado desvelos, hasta agotarse y consumirse por testificarles amor, y por toda correspondencia sólo recibe de la mayor parte de ellos ingratitudes” (Sainte Marguerite Marie, Sa Vie écrite par elle-même, Ediciones Saint Paul, París, 1947, p. 70).