La confusión actual hace que los hombres del siglo XXI aún no se den bien cuenta de que vivimos la fascinante encrucijada de dos eras históricas: una que agoniza, otra que germina.
De un lado, asistimos al crepúsculo de la modernidad, que endiosó al hombre haciendo abstracción de los efectos del pecado original, como de la necesidad de la gracia divina para el equilibrio de su alma.
Ahora recoge los frutos amargos de ese extravío: paroxismos de inmoralidad, de irracionalidad, de criminalidad, desórdenes sin fin, etc.
Por otro lado, despunta la aurora de una nueva era, caracterizada por la tendencia hacia nuevas expresiones de verdad, de belleza, de orden, detrás de la cual se deja ver la mano de la Providencia preparando el futuro.
Una inexorable alternativa
Ese futuro, para nuestro mundo iberoamericano, se presenta como una inexorable alternativa: o nos empeñamos —como el hijo pródigo de la parábola— en volver a la “casa paterna” que es la civilización cristiana, para desarrollar nuestro potencial de gran bloque latino y católico que la Providencia nos llama a ser, o nos despeñaremos en los abismos del caos.
No hay más lugar para términos medios.
La sociedad necesita cultivar verdaderas élites
Si asistimos a estos fenómenos encapsulados en nuestros “condominios cerrados”, materiales o psicológicos —como meros espectadores ajenos al drama—, Dios nos pedirá cuenta de los talentos que hayamos enterrado. Debemos tener el coraje de optar decididamente por reconocer y apoyar por todos los medios lícitos esa tendencia.
¿De qué manera? – En todas las épocas de grandes crisis, se manifiestan dos tipos de almas:
a) los que se dejan arrastrar por la crisis;
b) los que resuelven enfrentarla y construir el futuro. Estas son almas de elite, las que hacen la historia. De ellas se sirve Dios, y ellas pueden contar con su bendición y auxilio.
Las almas de élite son las que hacen la historia
Esta es la enseñanza de la Iglesia, condensada los 14 discursos del Papa Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana. El orden natural de las cosas supone que exista una clase social cuya principal responsabilidad es velar por el bien común.
Cuando esos sectores dirigentes cumplen con su misión, las naciones conocen sus épocas de florecimiento y prosperidad.
Esta realidad tuvo su expresión más alta en el apogeo de la Cristiandad occidental, cuyas clases altas, y en particular la Nobleza, hicieron de Europa la señora del mundo.
Ellas fueron un modelo de excelencia en el cual el pueblo veía reflejado de modo ejemplar sus propias cualidades y virtudes, y recibía el estímulo para desarrollarlas.
Pero cuando esas clases se desentienden de su misión, los “arribistas” sin preparación, los que buscan el poder para beneficio de sus intereses personales o de sus extravagancias ideológicas, se apoderan de la dirección del país y ejercen su influencia nefasta en el campo político, económico, cultural, etc.
San Luis Gringnion, la Contra Revolución y el Reino de María
La misión concreta de las clases dirigentes
Hoy, en un mundo en crisis, la misión de las clases dirigentes es más que nunca la que les señalaba Pío XII, recopilada por Plinio Corrêa de Oliveira en su obra “Nobleza y elites tradicionales análogas”. Podemos resumir esa misión en cinco puntos:
1. Ser “en primer lugar”, señala el Papa, modelos de “la religiosidad, la Fe católica viva y operante”, y estar “firmemente convencidos de que sólo la doctrina de la Iglesia puede proporcionar un remedio eficaz a los males presentes”.
2. Oponer “en vuestras casas y en vuestros ambientes un dique a toda infiltración de principios funestos” que puedan “contaminar u ofuscar la pureza del matrimonio y de la familia”; ostentando “una vida conyugal y familiar profundamente cristiana”;
3. “Fortaleza de ánimo”, tanto para analizar “con intrepidez y valor la realidad presente” como para mostrarse “perfectos soldados de Cristo”, primero para vigilar sobre sí mismos y después para dar ánimo a los que “se sientan tentados a dudar o ceder”;
4. “Prontitud para la acción” en cumplir sus “deberes de católicos y ciudadanos”, y jamás “caer en un ‘abstencionismo’ apático e inerte, que sería gravemente culpable en una época en la que están en juego los más vitales intereses de la religión y de la patria”.
5. Ser guías de la sociedad, como “ejemplos vivos de observancia inflexible del deber” (LN pp. 57, 88-90).
La civilización cristiana emergió del colapso del Imperio Romano, de la conversión de los bárbaros paganos.
Una Cristiandad renovada, mucho más esplendorosa, y en escala universal, emergerá del actual colapso de la Modernidad.
Su materia prima serán los hombres de hoy que sepan resistir al neopaganismo neo-bárbaro postmoderno.
Sería necesario que haya quienes sepan decirle a nuestra época, como San Remigio a Clodoveo: “Quema lo que adoraste y adora lo que quemaste”
¡Sepamos, pues, ser de ese número!