Cuando los hombres reconocen la plenitud de todas las perfecciones de Dios y lo glorifican por ello, sus corazones vienen a poseer las buenas disposiciones que les hacen hombres de buena voluntad. El nacimiento de estas disposiciones en sus almas trae el reinado de la paz de Cristo a esta tierra.
El hombre debe acercarse a la cuna del Divino Infante
El pobre siglo XX comenzó tan ufano, tan orgulloso de sí mismo, con las galas y las fiestas extraordinarias de la Exposición Internacional de París del año 1900, que festejaba la «omnipotencia» de la razón humana y la posibilidad que tenía el hombre de “por el adecuado uso de la razón” llegar a dominar completamente la naturaleza, al punto de pensar que habría de dominar la propia muerte.
Realmente, la ciencia progresó, pero las enfermedades progresaron más aún que la ciencia. Nuevos virus surgieron que la ciencia no consigue dominar. Los medios de prolongar la vida de los hombres se desarrollaron. Sin embargo, ¡cuánto más se han desarrollado los medios de destruirla!
Si pensamos en la capacidad de matar con la que el siglo XX terminó, si pensamos simplemente en la bomba atómica y en la propagación internacional del Sida, ¡cuánto nos sentimos distantes de las esperanzas vanas y ficticias que marcaron el comienzo alegre y festivo de ese siglo!
Dando, no obstante, a la razón humana el tributo que ella merece, en el orden natural, y reconociendo el magnífico don de Dios que es, debemos comprender, sin embargo, que sólo por sí “en el hombre vulnerado por el pecado original” la razón humana es capaz de todos los desatinos y formas de mal uso de los bienes que Dios le concedió.
En esta época en que comienza a escribirse ya la historia el siglo XX, el hombre debe comprender que tiene que ser más humilde, más sensato y ponderado, más fuerte en el combate contra sus defectos así como contra todas las formas de mal, y más fuerte en promover, con denuedo, todas las formas de bien.
Pero, al mismo tiempo, debe tener en cuenta que sólo alcanzará esas altas metas acercándose de la cuna del Divino Infante, nacido en Belén.
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Los hombres de buena voluntad
El secreto de la adecuada organización de la vida terrena se encuentra en las palabras que los ángeles cantaron a los pastores maravillados en la noche de Navidad: «Gloria a Dios en lo más alto de los Cielos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad».
Cuando los hombres reconocen la plenitud de todas las perfecciones de Dios y lo glorifican por ello, sus corazones vienen a poseer las buenas disposiciones que les hacen hombres de buena voluntad. El nacimiento de estas disposiciones en sus almas trae el reinado de la paz de Cristo a esta tierra.
Volverse a Nuestro Señor
Debemos pensar en esto, especialmente en estos días, cuando hacia donde nos volvamos encontramos confusión, discordia, odio, voluptuosidad, inmoralidad, falta de honradez y toda clase de males que se multiplican en la humanidad.
Si los hombres quisieran volverse hacía Nuestro Señor Jesucristo, tendríamos un mundo muy diferente.
Recordemos que la noche de Navidad es una noche de misericordia y de bondad, una noche de perdón y de esperanza.
Al lado del pesebre del Niño Jesús está María, cuyas súplicas ante su Divino Hijo son omnipotentes.
Ella tiene el corazón de una madre que ama a cada uno de nosotros más que todas las madres del mundo juntas podrían amar a su único hijo y que, por lo tanto, está dispuesta a obtener de su Hijo el perdón de nuestras faltas, la enmienda de nuestros errores y la firme resolución de seguir en todo la Ley de Dios.
Las puertas de la esperanza están abiertas
Pensando en estas verdades, comprendamos sin embargo que por grande que sea el mal, todas las puertas de la esperanza estarán abiertas para nosotros, si nos volvemos hacia el Niño Jesús nacido en Belén. Esta es la consoladora esperanza que la Navidad nos trae.
Cuando las campanas de la medianoche anuncien que la Navidad está aquí, cuando los fieles vayan caminado con calma, cuando las familias se reúnan a rezar ante el Pesebre, recordemos esta gran esperanza y, poniendo de lado las aflicciones de la hora presente, intentemos entender las palabras de San Pablo: «Jesucristo, es el mismo ayer, hoy y siempre»
Este Niño nacido en Belén – el Niño Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad hecho hombre – es el Alfa y el Omega. La primera y la última letra, el principio y el fin de todo. A través de El nos viene todo bien.
Arrodillados ante el Santo Pesebre pidámosle todo lo que necesitamos y lo que nos falta.
Pidámosle que nos quite todo lo que no deberíamos tener y adquirimos ilegítimamente.
Pidámosle, sobretodo, amarlo, comprenderlo y unirnos con El, de modo que cuando El nos llame un día para rendir cuentas por nuestras vidas, podamos mirarle con confianza y verle abrir sus brazos para introducirnos en la eternidad feliz.