¡Qué contraste! Él, condenado, era juez de ese riguroso castigo. Jesús, derrotado en las apariencias, es verdaderamente el vencedor. La cruz es el árbol de la derrota, de la infamia y del dolor. Sin embargo, es el leño de la gloria.
Y el que es aplastado con la cruz, vence. En cambio, quien venza sin la cruz es un perdedor. Seis días antes, desde lo alto del Monte de los Olivos, Jesús derramó lágrimas sobre Jerusalén y profetizó su ruina.
Entonces anunció solemnemente la reprobación y la terrible catástrofe que, unos 40 años después, habría arrasado la capital judía. Los escribas, cuando oyeron esa profecía, debieron temblar de miedo. Sin embargo, cegados y endurecidos como demonios, se irritaron por las amenazas que el condenado osaba pronunciar contra la ciudad santa. Y los torturadores, incitados por ellos, redoblaron los golpes con los que lo herían, a tal punto que cayó por tercera vez sobre las piedras del sendero, antes de llegar a la cima de la colina.
Lo levantaron casi sin vida y lo arrastraron al lugar del tormento…
En ese momento, la multitud que afluía de todos lados se reunía alrededor de la montaña, para saborear los últimos tormentos de los condenados y aplaudir la muerte del Mesías. Está a punto de sonar el mediodía. El momento es solemne como ningún otro en la historia de la humanidad: la gran tragedia, a la que asisten los ángeles, los hombres y los demonios, la tragedia del Hombre-Dios, ha llegado a su punto máximo.
Jesús sufrió todo esto y murió por la salvación de los hombres. Por mi salvación, por tu salvación, lector, lectora. ¿Qué hacemos para corresponder a este inmenso beneficio y no apoyar a aquellos que crucifican al Hijo de Dios?