Invocar a Nuestra Señora bajo el título del Sagrado Corazón es hacer una síntesis bellísima de todas las demás invocaciones, es recordar el reflejo más puro y más bello de la Maternidad Divina, es hacer vibrar a un tiempo armónicamente todas las cuerdas del amor, que tocamos una a una enunciando las diversas invocaciones de la Letanía Lauretana o de la Salve Regina.
Por más variadas y bellas que sean las invocaciones con que la Santa Iglesia se refiere a Nuestra Señora, en ninguna de ellas dejaremos de encontrar una relación entre Ella y el amor de Dios.
Estas invocaciones, o celebran un don de Dios, al que la Virgen ha sabido ser perfectamente fiel, o un poder especial que tiene junto a su divino Hijo. ¿Qué demuestran los dones de Dios sino un amor especial del Creador? ¿Y qué prueba el poder de Nuestra Señora junto a Dios sino este mismo amor?
De este modo, es con toda la propiedad que Nuestra Señora puede al mismo tiempo ser llamada «espejo de justicia» y «omnipotencia suplicante». El espejo de justicia, porque Dios la amó tanto, que en ella concentró todas las perfecciones que una criatura puede tener, y por eso mismo en ninguna Él se refleja tan perfectamente como en Ella. Omnipotencia suplicante, porque no hay gracia que se obtenga sin Nuestra Señora, y no hay gracia que ella no obtenga para nosotros.
Así pues, invocar a Nuestra Señora bajo el título del Sagrado Corazón es hacer una síntesis bellísima de todas las demás invocaciones, es recordar el reflejo más puro y más bello de la Maternidad Divina, es hacer vibrar a un tiempo armónicamente todas las cuerdas del amor, que tocamos una a una enunciando las diversas invocaciones de la Letanía Lauretana o de la Salve Regina.
Pero hay una invocación que quiero recordar especialmente. Es la de la abogada de los pecadores.
Nuestro Señor es Juez. Y por mayor que sea su misericordia, no puede dejar de ejercer su función de juez. Nuestra Señora, sin embargo, es sólo abogada. Y nadie ignora que no es función del abogado otra cosa sino defender al reo. Siendo así, decir que Nuestra Señora del Sagrado Corazón es nuestra abogada implica decir que tenemos en el Cielo una abogada omnipotente, en cuyas manos se encuentra la clave de un océano infinito de misericordia.
¿Qué hay de mejor para mostrar a esta humanidad pecadora, a la que, si no se habla de Justicia de Dios, se embota cada vez más en el pecado, y si de ella se habla desespera de salvarse?
Mostremos la justicia: es un deber cuya omisión ha producido los más lamentables frutos. Al lado de la justicia que hiere a los impenitentes, nunca nos olvidemos, sin embargo, de la misericordia que ayuda al pecador seriamente arrepentido a abandonar el pecado y, así, a salvarse.
O Legionário, N.º 410, 21 de julio de 1940