La buena cocina denota la dedicación y el afecto indispensables para mantener la unión de la familia. Padres e hijos se consideran estimados al notar el cuidado en la preparación de los platos. Las comidas crean un ambiente capaz de influir en las relaciones personales.
Se tornó común escuchar, incluso en familia, la siguiente exclamación: ¿Cocina? ¡Es cosa del pasado! El tiempo de las mañanas trabajosas junto al fogón, preparando platos rebuscados, es cosa del pasado. La simplificación se impone, los minutos son preciosos”.
Se propagó la idea de que el esmero en la preparación de las comidas, la selección de las recetas, la búsqueda de los ingredientes, y aún más la preparación de los platos, son desvelos inútiles.
Esa opinión es perjudicial para todos: no toma en consideración que la buena cocina denota la dedicación y el afecto indispensables para mantener la unión de la familia. Padres e hijos se consideran estimados al notar el cuidado en la preparación de los platos. Las comidas crean un ambiente capaz de influir en las relaciones personales. San Francisco de Sales decía que las comidas favorecen la condescendencia mutua que los cristianos debemos tener.
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La mesa es un fiel espejo del cariño de la esposa y madre. Uno de mis amigos, Pedro Luis, se casó cerca de los 40 años. Mientras estaba soltero vivía con su madre, y ella le preparaba un almuerzo para llevarlo a la oficina donde trabajaba. Cada día los sándwiches eran diferentes, con bastante mantequilla, para ser consumidos con jugos de frutas frescas. Ella misma hacia los bizcochos o queques para el postre del hijo. Los colegas sentían el olor del buen café que salía del termo. Vaso, taza y cubiertos estaban ajustados en una cajita de cuero, todo envuelto en una gran servilleta de lino blanco, inmaculado, que le servía de mantel.
Ninguno de sus colegas tenía algo semejante. Ellos comían sus sándwiches envueltos en papel común y tomaban café en vasos de plástico, pero veían con delicias a Pedro Luis tomar su rápido almuerzo.
Entre tanto, a partir de cierto día, Pedro Luis comenzó a retirar de una bolsa de plástico sándwiches comprados en un supermercado. Como postre, una tableta de chocolate. Su café pasó a ser el de la máquina de la oficina. Y así pasaron tres, cinco días, con un Pedro Luis silencioso, masticando su vulgar merienda. Allá por el quinto día, uno de sus colegas le preguntó:
– “Pedro, ¿Qué pasó? ¿Te casaste?”
– “No, todavía no”. La madre estaba en el hospital por algunos días, curándose de un reumatismo.
He ahí como una simple comida transmite un mensaje de atención o de falta de afecto. Los colegas de Pedro Luis lo percibieron, y explicitaron una triste realidad actual: frecuentemente ciertas esposas, incluso diligentes, toman con negligencia los cuidados de la mesa.
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Se engañan los que creen que la Iglesia, para evitar la gula, tomó el partido del ayuno y de la abstinencia como regla general para la sociedad. Éstos son justos y necesarios en los tiempos y condiciones propios a él destinados. Sin embargo, la Iglesia desde sus primeros siglos favoreció la elaboración de recetas culinarias como factor de perfeccionamiento de los pueblos.
El cristianismo benefició a todas las artes. Bajo su influencia la arquitectura alcanzó, con el gótico, esplendores nunca vistos por el mundo antiguo. La pintura con el Beato Angélico y la música con el canto gregoriano, llegaron a las más altas expresiones de lo sublime. Así también ocurrió con el arte culinario, que tuvo su gran desarrollo en los monasterios y abadías.
Los benedictinos de la abadía de Cluny, en Borgoña, tomaron como un deber el crear recetas para la preparación de pescados, huevos y verduras. (Ellos se abstenían de la carne). Cada día era servido un menú diferente en el gran refectorio de los monjes, lo que les obligó a reflexionar sobre los sabores y posibilidades alimenticias, saliendo así del primitivismo en que se encontraba la culinaria pagana. De Cluny datan los primeros libros de recetas, destinados a la educación de los pueblos todavía impregnados de barbarie.
Al penetrar los secretos gustativos de la Creación, los monjes sabían que sus buenos platos, al agradar al cuerpo, suscitarían virtudes del alma. Tenían en vista los deleites del maná, dado milagrosamente a los judíos en el desierto, cuando se dirigían a la Tierra Prometida. Especulaban sobre la excelencia del vino ofrecido por Nuestro Señor Jesucristo en las bodas de Caná: ¿No manifestaba Dios así el deseo de que los hombres también buscasen refinados sabores? ¿No generarían así en las almas movimientos virtuosos, análogos a las sensaciones gustativas del paladar?
“Dios estableció misteriosas y admirables relaciones entre ciertas formas, colores, sonidos, perfumes, sabores y ciertos estados de espíritu. Las artes pueden influenciar de modo intenso las mentalidades”. Este pensamiento de Plinio Corrêa de Oliveira, en Revolución y Contra-Revolución, fue por él repetido y desarrollado en innumerables conferencias y en la intimidad para sus amigos.
En la Edad Media –época católica por excelencia– existía en las abadías la costumbre de los grandes banquetes. Soberanos y monjes (estos en gran parte procedían de la nobleza) repartían así dones de Dios elaborados por el buen gusto. La sacralización de los ritos de los almuerzos llevaba a la unión espiritual, apaciguando los ánimos y disminuyendo las querellas. Los monjes elaboraban delicias por un deber de caridad, y junto con ellas una etiqueta, y con la etiqueta la elevación de las costumbres. La conversación y la cortesía se perfeccionaban. Se formaban en esa convivencia los ritos de la sociedad civil, que hicieron de Europa un modelo de civilización. ¿No es esa la más alta finalidad del acto de comer?
Los grandes abades de Cluny – San Odón, San Odilón, San Mayeul – tuvieron grandes cocineros. Santo Tomás de Aquino era apreciador de buenos platos y los consumía con entusiasmo. San Gregorio VII apreciaba las recetas preparadas con esmero. San Pío V tenía un cocinero de renombre, Bartolomeo Scappi, que dejó recetas culinarias en un conceptuado libro.
Casi todas las herejías bajo pretexto de oponerse a la gula y promover la austeridad, combatieron la calidad de los platos “a los cuales la Iglesia dio un alma”. Lutero, a pesar de ser un notorio glotón, fue de los que más demolió esta tradición.
En su excelente obra Gastronomie française, Jean-Robert Pitte muestra como “la tendencia sensual de Lutero no impidió a la Reforma Protestante – y más aún a la calvinista – de optar por la austeridad. Para comprenderlo, es necesario relacionar la actitud moral de los protestantes con la negación del Sacramento de la Confesión, que los obliga a vivir en sobresalto, manteniendo sus adeptos en constante inquietud”. Esta afirmación puede parecer sorprendente, pero es verosímil, pues la inquietud causada por el rechazo del Sacramento de la Confesión y la consecuente falta de certeza sobre el perdón, lleva al protestante a buscar una falsa austeridad, renunciando a un placer no sólo lícito, sino necesario para la elevación espiritual, como es la buena mesa.
En la película “Le diner de Babette” (La cena de Babette), premiado en Cannes en 1987, se encuentra un ejemplo simbólico de los males causados por el protestantismo a la culinaria cristiana, y en consecuencia a la convivencia social.
La evolución de esa actitud pesimista de los protestantes desembocó en nuestros días en la comida enlatada o en polvo, en la proliferación de MacDonald’s y en el fast food. La preparación de los platos deja de tener en vista a las almas y la convivencia humana, tornándose alimentación en masa. Se abandona el horno y el fogón, y se adopta la “línea de montaje alimenticia”, en la que las personas van en fila rellenando su bandeja, a la moda de las grandes fábricas. Es un tipo de alimentación que representa el triunfo de la materia sobre el espíritu.
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Se cuenta que un francés, aficionado a la mesa, preguntó a un amigo si deseaba comer algo. Este le respondió: “No, no tengo hambre”. A lo que el francés replicó: “¿Pero Usted sólo come cuando tiene hambre?”
La concepción de muchos franceses, según la cual el buen plato alimenta sobre todo la convivencia de las almas, tiene mucho de verdadero. Con el fast food las formas de respeto por la dignidad del prójimo tienden a desaparecer.
A pesar de que parezca paradójico, aquellos que, sin necesidad, prefieren este tipo de comidas pueden cometer el pecado atribuido a los glotones, que al comer piensan apenas en satisfacer las apetencias del cuerpo. Con el fast food, se comete el pecado de los glotones sin haber comido.
Cierta vez una familia conocida mía, recibía a un viejo y querido amigo, venido de lejos, y a quien hacía mucho tiempo no veía. Ese amigo tenía una especial preferencia por tomar pato con almejas, y con este plato la familia lo aguardó. Momentos antes del almuerzo, alguien tuvo un sobresalto: “Estamos en Cuaresma, tiempo de abstinencia!”. Inquieto, sin otra comida para ofrecer dignamente al amigo, el jefe de familia consultó a un Canónigo de la Catedral. Constatado el olvido, y teniendo en vista las circunstancias, respondió el viejo sacerdote con toda seguridad: “Sirvan el pato. La caridad pasa delante del sacrificio en este caso. La penitencia debe ser hecha por cada uno, pero no impuesta a otros”.
La buena cocina y la mesa dignamente servida son preceptos de caridad cristiana.
Autor: Nelson Fragelli