“Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente que eres Tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió».
En las «Confesiones» de San Agustín hay un fragmento especialmente magnífico: se llama el «Éxtasis de Ostia» o el «Coloquio de Ostia».
El episodio es el siguiente: la madre de San Agustín, Santa Mónica (331-387), pasó unos treinta años o más llorando pidiendo a Dios la conversión de su hijo. Parecía que cuanto más rezaba, esta conversión se hacía más lejana. Hasta que, de desatino en desatino, San Agustín acabó por comer las bellotas de los cerdos y comenzó un proceso de conversión que lo hizo el gran Doctor de la Iglesia.
El coloquio de Ostia
San Agustín, ya convertido, y Santa Mónica decidieron volver a África del Norte, en aquel tiempo enteramente romano, y más específicamente a la ciudad de Cartago, de donde eran naturales, para que allí residir. Y así recorrieron una cierta parte de Italia para tomar un barco en Ostia, que es un puerto pequeño cerca de Roma, pero que tenía en aquel momento una cierta importancia. De allí iban a seguir hacia África.
Se encontraban entonces en un albergue de Ostia, apoyados junto a una ventana y comenzaron a conversar acerca de Dios y de las cosas del Cielo, cuando los dos juntos tuvieron un éxtasis.
Muerte de Santa Mónica
San Agustín relata este coloquio extraordinario y es uno de los fragmentos más famosos de las «Confesiones». Pocos días después Santa Mónica moría, aún estando en la ciudad de Ostia. Su misión en la tierra estaba cumplida y Nuestro Señor la llamó al Cielo para gozar del premio que merecía.
Entonces, el último lance de su vida fue exactamente la alegría de tener en la tierra con su hijo este coloquio, que era un preanuncio, un adelantamiento de la visión beatífica. Tengo la impresión de que a cualquiera de nosotros que pasara por Ostia, nos gustaría ver si todavía existe ese alojamiento.
Resolví leer aquí la narración de ese coloquio, porque es una página célebre y abre nuestros horizontes hacia los grandes portentos en la perspectiva de la hagiografía y de la doctrina católica. El texto se extrae directamente de las «Confesiones»:
La narración del éxtasis
“Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida –que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos…”
Estas interpelaciones directas de San Agustín a Dios son magníficas. Los señores deberían leer los «Soliloquios» de San Agustín, que están en nuestra biblioteca y que son algo absolutamente estupendo.
“…sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo Dios por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.
“Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente que eres Tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió.
“Abríamos anhelosos los labios de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente –de la fuente de vida que está en Ti– para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo una idea de algo tan grande”.
Les hago notar la maravilla de la expresión «los labios del corazón» … quiere decir, aquello por donde el corazón bebe, por donde el corazón sorbe, estaban abiertos para recibir de Dios aquello que en esta vida terrena se puede recibir acerca de las alegrías del Cielo.
“Y como llegara nuestro discurso a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de comparación, sino ni siquiera de ser mencionado, levantándonos con un afecto más ardiente hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo Cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra”.
Una búsqueda del absoluto
Es una verdadera búsqueda de lo absoluto.
Ellos empezaron a considerar: primero las cosas de la tierra, que lisonjean los sentidos, porque estaban en el Imperio Romano decadente, en que había fortunas fabulosas y personas que tenían un lujo para deleitar los sentidos del que Uds. no tienen idea.
Entonces, la primera oposición es de la felicidad celestial con la felicidad de los hombres, que en el tiempo del Imperio, eran tenidos como felices. Respuesta: esto no es nada.
Entonces, empiezan a preguntar: ¿cómo es entonces la felicidad verdadera? Y empiezan a recorrer los cielos, a imaginar con los datos del cielo material y visible, como sería el paraíso celestial material, pero invisible, y cómo sería la gloria de la visión beatífica que en este paraíso se goza. Este es el esquema de su conversación. Entonces continúa:
“Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las sobrepasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia que no se agota, en donde Tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, y la vida es la Sabiduría, por quien todas las cosas existen, tanto las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni será, sino sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno”.
Es decir, después de haber considerado todas las cosas materiales, comenzaron entonces a considerar el alma como elemento para tener algo de la idea de la belleza, de la perfección de Dios. Y después de considerar el alma, llegaron a la conclusión de que en el ápice de todo esto figuraba la Sabiduría Eterna e Increada. Esta Sabiduría que es eterna, que no tiene pasado, ni presente ni futuro. En esa consideración sapiencial, suprema, que sus espíritus se detuvieron.
“Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella…”
Es decir, buscando conocer a Dios como Sabiduría, en cuanto fin y explicación de todas las cosas. Los señores ven como esto es diferente de una meditación «herejía blanca» (expresión utilizada por el Prof. Plinio en el sentido de una «actitud sentimental que se manifiesta sobre todo en cierto tipo de piedad edulcorada y una posición doctrinal relativista que busca justificarse bajo el pretexto de una pretendida ‘caridad’ hacia el próximo»– cfr. “El Cruzado del siglo XX – Plinio Corrêa de Oliveira”, Roberto de Mattei, Ed. Civilização, Porto, 1998, tópico 7).
“…llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón.”
Es el éxtasis. Mientras conversaban acerca de estas cosas, conducidos por la gracia de Dios, en cierto momento la Sabiduría se reveló a ellos, y tuvieron un fenómeno místico por donde vieron a Dios.
Ustedes ven que es algo muy natural: son dos santos que tienen una conversación, que es una oración. Esta va subiendo de vuelo, de punto en punto, y cuando llega a su ápice, entonces les aparece Dios Nuestro Señor, pero aparece de manera a hacerse conocer como Sabiduría Eterna. Y todo esto con tanta simplicidad, en una ventana de un albergue de Ostia…
“y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu.”
Es decir, lo que había de mejor en ellos quedó en la visión, no volvió a la tierra.
“…regresamos al estrépito de nuestra boca, donde el verbo humano tiene principio y fin, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecer, y renueva todas las cosas.”
Aquí hay una insinuación de que Dios les dijo una palabra. Naturalmente es el Verbo. Y que esto que fue dicho por Dios sobre Su propia Sabiduría, fue cualquier cosa tal que lo que continuasen a conversar sería un balbuceo.
La visión cesó y las palabras de ellos eran vacías a la vista de lo que Dios había revelado de sí mismo.
“Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire…”
Es la doctrina de los cuatro elementos.
“…callasen los mismos cielos y aun callase el alma misma y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando”
“…puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente– ; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo Él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a Él mismo”
“…a quien amamos en estas cosas, a Él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas”.
«Supongamos que oímos a Aquel que amamos en las criaturas, pero sin el intermedio de ellas, como acabábamos de experimentar, alcanzando en un vuelo del pensamiento, la Eterna Sabiduría que permanece inmutable sobre todos los seres».
Es decir, él imagina un alma que no piensa en nada más creado, que logra abstraer de todo y que de repente oye una palabra de Dios que dice algo acerca de sí mismo.
«Si esta contemplación continuara y si todas las demás visiones de orden muy diferente cesara, si únicamente ésta arrebatara el alma y la absorbiera, de modo que la vida eterna fuese semejante a este vislumbre intuitivo ‒la visión beatifica‒ por el cual suspiramos, ¿no sería esto la realización del «entra en el gozo de tu Señor»? ¿Y cuándo sucederá esto? ¿Será cuando todos resucitemos? Pero entonces, ¿no seremos todos transformados?”
Él afirma entonces que si un alma pudiera quedarse eternamente sólo en aquel vislumbre, ya tendría un placer paradisíaco inefable, extraordinario.
«Aunque esto, decíamos, no por el mismo modo y por estas palabras, sin embargo, bien sabéis, Señor, cuánto el mundo y sus placeres nos parecían viles, aquel día cuando hablábamos. Mi madre añadió: ‘Hijo mío, en cuanto a mí, ya nada me da gusto en esta vida. No sé lo que hago todavía aquí, ni porque todavía esté aquí, se desvanecieron ya las esperanzas de este mundo. Por un solo motivo deseaba prolongar un poco mi vida: para verte cristiano y católico, antes de morir. Dios me concedió esta gracia sobreabundantemente, pues veo que ya desprecias la felicidad terrena para servir al Señor. ¿Qué hago, yo, pues, aquí? ‘»
Preanuncio de la muerte
Santa Mónica, en esta visión, tuvo el preanuncio de su propia muerte, comprendió que no tenía nada más que hacer. Ahora los señores consideren la diferencia de una gran santa con una madre tierna (excesivamente sentimental). Esta última diría: «Ahora que mi hijo está convertido, comenzó para mi la vida! Yo voy a oír sus sermones, voy a ver sus obras, voy a vivir con él una vida deliciosa en la casa episcopal, admirando la virtud y el talento de aquel que yo generé para la vida natural y que yo arranqué, por mis oraciones, a la muerte eterna, Para ser un gran santo. Ahora todo está bien… «
Santa Mónica no quería ver a su hijo para nada de eso. Ella lo quería para Dios. Cuando sintió que San Agustín estaba en las manos de Dios, no quiso perder tiempo viéndolo servir a Dios. Algunos días después expiró.
Es una gran santa y su último gran lance de la vida es narrado por un gran santo.
Aquí vemos un poco lo que es la vida de un santo, cuando no es descrita por un «herejía blanca». Ustedes ven cuántas cosas hay de común con esa narración ‒y de la que ya me había olvidado completamente‒ con las conferencias sobre la «Búsqueda del Absoluto» y temas conexos que hemos hecho aquí últimamente.
Conferencia sin revisión del autor (Santo del día) 31 de agosto de 1965