San Pío X está paseando unos instantes. La sonrisa afable, casi cariñosa, el gesto del brazo que se extiende, de la mano que se abre, expresan una acogida franca y paternal. En todos los circunstantes se nota el efecto de la presencia del Pontífice: mucho respeto, que no excluye una suave y natural alegría.
En los jardines del Vaticano el Papa San Pío X acoge a distinguidos visitantes, que le presentan sus homenajes. El cuerpo del Papa, erguido y vigoroso a pesar de los años, da una impresión de ascesis y firmeza, pero algo en su persona, y sobre todo en su plácida fisonomía, expresa reposo y distensión.
Es que el santo está paseando en instantes de esparcimiento. La sonrisa afable, casi cariñosa, el gesto del brazo que se extiende, de la mano que se abre, expresan una acogida franca y paternal. En todos los circunstantes se nota el efecto de la presencia del Pontífice: mucho respeto, que no excluye una suave y natural alegría. El esparcimiento de un santo nunca es, sin embargo, olvido de sus deberes. Nótese cuán atenta y penetrante es la mirada con que el Pontífice considera al visitante que lo saluda. San Pío X era un excelente psicólogo, y muchas de las personas que hablaban con él tenían la impresión de que leía en sus corazones.
San Pío X y la paz interna de la Iglesia
Consideremos la segunda fotografía. La mirada lo dice todo. Firme, sereno, lúcido, parece auscultar con impresionante nitidez, con dolor, pero con valentía, un horizonte muy profundo, cargado de pesadas nubes. Se tiene la impresión de que en su alma ocurre lo mismo que en la de un capitán, atónito con el tamaño de la tormenta que se avecina, pero dispuesto a proseguir intrépidamente en la ruta trazada. Esta resolución del Papa Santo se nota por lo demás en todo su ser: aún aquí, su cuerpo erguido y fuerte da una viva impresión de robustez, a pesar de la edad.
Cuán grande es el fardo de las preocupaciones, lo dice la cabeza, un poco inclinada, el cuerpo casi imperceptiblemente arqueado.
El Papa parece alcanzar el ápice de su calvario. Tiene el alma angustiada por los pecados del mundo, y ve a lo lejos los castigos que se acumulan en el horizonte. Es la guerra mundial que se aproxima, con su cortejo de desastres materiales y morales, y las ruinas políticas, sociales, económicas y principalmente religiosas de la post-guerra.
Pero todo su estado de espíritu es de quien conserva una gran paz interior: “Ecce in pace amaritudo mea amarissima… – He aquí en esta paz mi amargura amarguísima” (Is 38, 17).