Dignas, tranquilas, distendidas, estas pequeñas parecen comunicar la alegría que les produce lucir esos lindos trajes, fruto de una cultura y de una tradición locales que, a un mismo tiempo, las expresa, identifica y enorgullece.
Se diría que se sienten las más pequeñas de entre una gran familia, que viene de un pasado lejano y que perdura hasta hoy, a través de estas ricas y nobles tradiciones de que ellas son depositarias.
¿Personajes de un cuento? ¿Baile de disfraces?
Nada de esto. Se trata sólo de dos sencillas hijas del pueblo, participando de un festejo popular en la región de Brandemburgo–Alemania, con sus típicos trajes regionales.
Esta sensación de pertenencia a una hermosa familia espiritual, a una cultura cuyas raíces se pierden en la noche de los tiempos, las alegra probablemente más que la diversión que puedan encontrar en los festejos.
A la vista de esto, ¿cómo no percibir cuánto puede ennoblecer el traje a las personas que lo portan?
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Si aceptamos que el traje puede elevar a quien lo lleva, ¿que podríamos pensar de la segunda fotografía que reproducimos?
Indumentarias extravagantes, desaliñadas y sin recato alguno. Entregadas a sí mismas, se diría que estas niñas no pertenecen a ninguna familia, y ni siquiera tienen padre ni madre. ¿Cómo no ver en sus ropas el fruto de un mundo entregado al egoísmo, a lo espontáneo y a lo arbitrario?
Imaginemos que un sacerdote les diese una bendición, y las niñas de la segunda fotografía instantáneamente se transformaran en las niñas de la primera, todos dirían que se trataba casi de un milagro.
Si por el contrario, a las niñas de la primera fotografía se les diese una bendición y al punto se transformasen en las niñas de la segunda, se tendría la sensación de que habrían recibido la más negra de las maldiciones.