El 8 de Septiembre se celebra la fiesta del nacimiento de la Virgen María, «promesa infalible de redención y vida para el mundo»: así se refiere el padre jesuita Tomás Morales a la llegada al mundo de la Madre de Dios. Ofrecemos un extracto de sus palabras, sobre esta fiesta.
Tres sentimientos llenan hoy nuestro corazón, de amor el alma de un creyente al contemplar el nacimiento de María. Fiesta de familia. Hay que acercarse a felicitarla, y a felicitarnos todos con ella. Es día de regocijo íntimo.
Los viejos cristianos de Roma, siguiendo la costumbre de sus hermanos primeros cristianos de Oriente, encendían antorchas, marchaban en procesión, presididos por el Papa, a la iglesia de Santa María la Mayor, mientras cantaban letanías suplicantes rebosando cariño y amor de hijos.
«Tu natividad, Virgen Madre de Dios, es anuncio de gozo para el universo mundo», canta la Iglesia. Alegría universal. Gozo para la Tierra. Nuestra redención alborea. Pronto nacerá el Salvador. Clarea el día. Ha pasado la noche del pecado. Amanece. Una Virgen nace con promesa infalible de redención y vida para el mundo. «Dichosa eres Santa Virgen María y muy digna de alabanza. De ti ha salido el sol de justicia, Cristo nuestro Dios», corearemos con emoción en el Aleluya de la misa. Sí, tú eres la aurora que anuncia el sol; Cristo Jesús derrotará nuestra muerte y nos regalará la vida para siempre.
También se alegran los cielos.
Con María, la Tierra empezó a parecer hermosa a sus moradores. Dios no tenía dónde fijar su mirada. Tinieblas de pecado envolvían al mundo. Pero ahora brilla una estrella luminosa. Es María recién nacida. Un alma enteramente intacta, limpia, inmaculada. Y la mirada de las tres divinas personas se complace por primera vez al mirar la tierra. Momento inefable. Algo insólito. La fragancia de una ofrenda, el sacrificio de un corazón enamorado de Dios, subía, por primera vez, desde el mundo.
Padre, Hijo, Espíritu Santo, con amor indecible, contemplan y miran a esa niña, bendita ya entre todas las mujeres. Y se deleitan y extasían. Me enseñan a mirarla, a quererla, a gozarme de su nacimiento, que me anuncia una vida nueva que nunca pasará: Jesucristo, vida divina, que encerrará en sus entrañas purísimas para nacer un día en este valle de lágrimas. Al salir de su seno virginal «no marchitó la integridad de su madre, sino que la santificó», proclama la Iglesia en la liturgia de esta fiesta.
Puede leerse esta inscripción en la iglesia romana de Sant’Andrea delle fratte:
20 de enero de 1842. Alfonso de Ratisbona vino desde Estrasburgo. La Virgen se le apareció. Se arrodilló judío, se levantó cristiano.
Peregrino: lleva contigo ese piadoso recuerdo de la misericordia divina y del poder de la Santísima Virgen. Alfonso pide el bautismo, deja a su novia, y funda, con su hermano Teodoro, también convertido, la Congregación de Hijas de Nuestra Señora de Sión para la conversión de los judíos.
Se arrodilló judío y se levantó cristiano con sólo mirar a la Virgen. Allí donde la Virgen posa su mirada de amor, allí nace una rosa, allí muere un dolor. Al nacer, ella quiere posarla en ti. Nacerá una rosa de entrega generosa en propio olvido, y morirá el dolor de un egoísmo ambicionando más, que no te deja reposar. Ella suplicará por la Iglesia en el día de su nacimiento. La unidad y la paz se restaurarán en su interior. Se lanzará con coraje y paciencia a evangelizar de nuevo un mundo de espaldas a Dios.
Alegría, confianza en el natalicio de la Virgen. Pero, también, imitación, ofrecimiento. María nace para Dios, vivirá sólo para Él. Toda, sola, siempre de Dios. «La plena entrega de sí en su más alta y total generosidad»: así la definía Pío XII al introducir la fiesta de la Virgen Reina. Si María nace hoy para Dios, la vida de un hijo suyo debe ser toda, sola y siempre para el amor.
La Virgen acaba de nacer en la tierra. Nos congrega a todos y dice: «Hijos, escuchadme». Ella, María, la madre, la reina, nos va a hablar. Emoción en nuestro corazón. ¿Qué irá a decirnos? «Felices los que siguen mis caminos. No rechacéis la sabiduría. Dichoso el hombre que me escucha. Quien me alcanza, alcanza la vida». Una línea recta de olvido propio, en silencio y soledad. Una vida oculta en el amor. «Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Ya está pronunciando su Fiat antes de la Anunciación.
Felicidad y gozo en olvido deleitoso de sí y de todas cosas (Juan de la Cruz). ¡Madre querida! Quiero imitarte en el aniversario de tu muerte. Nacer para Dios. Vivir sólo para el amor. Me faltan fuerzas para desaparecer, ocultarme en olvido perfecto de gustos, criterios, afectos. Tú me lo alcanzarás. Quiero encontrarme contigo, quiero abrazarte en este día.
Alfa y Omega, Semanario Católico de Información