Se engaña singularmente quien suponga que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente individual, y que ella forma sólo personas, y no pueblos, ni culturas, ni civilizaciones.
En efecto, Dios creó los hombres naturalmente sociables, y quiso que los hombres en sociedad trabajasen unos por la santificación de los otros. Por eso los creó también influenciables. Tenemos todos, por la propia presión del instinto de sociabilidad, la tendencia a comunicar en cierta medida nuestras ideas a los otros y, en cierta medida, a recibir la influencia de ellos.
Esto se puede afirmar en las relaciones entre individuos, y del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen efecto sobre nosotros, tienen sobre nosotros una acción pedagógica.
Resistir enteramente a este ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por ósmosis y casi diríamos a través de la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por eso los primitivos cristianos no fueron más admirables enfrentando las fieras del Coliseo que manteniendo íntegro su espíritu católico, aunque viviesen en el seno de una sociedad pagana.
¿Por qué defender la Tradición, la Familia y la Propiedad?
Así, la cultura y la civilización son fortísimos medios para actuar sobre las almas. Actuar para su ruina, cuando la cultura y la civilización son paganas. Para su edificación y su salvación, cuando son católicas.
¿Cómo, pues, podría la Iglesia desinteresarse de producir una cultura y una civilización, contentándose con actuar sobre cada alma a título meramente individual?
Por lo demás, toda alma sobre la cual la Iglesia actúa, y que corresponde generosamente a dicha acción, es como un foco o una simiente de esta civilización, que ella expande activa y enérgicamente a su alrededor. La virtud trasparece y contagia. Contagiando, se propaga. Actuando y propagándose tiende a transformarse en cultura y civilización católica.
Por Plinio Corrêa de Oliveira In “Catolicismo” n°1 Enero de 1951 “ A Cruzada do seculo XX”