Los jóvenes de la Guardia Suiza, tan semejantes y tan distintos de todos los otros del planeta, están llamados a vivir en la aparente normalidad de su juventud una situación excepcional en todos los sentidos. Revestidos de luz y color en medio al gris invasor contemporáneo, ellos prolongan así una historia de méritos y simbolizan la lealtad en un mundo en el cual la palabra empeñada cuenta cada vez menos.
Cuando la luminosidad solar baña la blanca y severa piedra de San Pedro, el inusitado colorido de los uniformes azules, naranja y rojo de los suizos que hacen la guardia en el Arco de las Campanas llama la atención de los turistas.
Los niños quieren hacerse fotografiar junto a los soldados hieráticos que portan la alabarda.
Una prestigiosa aura de fuerza y vivacidad parece rodear los miembros de la Guardia, que por la admiración de los circunstantes, atraviesan marchando gallardamente desde el lado de Carlomagno al de Constantino y viceversa.
La fascinación de los uniformes de Miguel Angel aumentan aún cuando la Guardia lleva, en las grandes ocasiones, los penachos rojos, la golilla, los yelmos, las corazas, las alabardas de acero cincelados. Viéndolos así se podría hasta llegar a imaginar los ejércitos celestiales.
Un completo don de sí mismos.
El tiempo no ha logrado disminuir el prestigio que circunda el Cuerpo de la Guardia Suiza Pontificia. En cambio, se podría decir que este no agrega nada esencial a aquello que el lugar representa.
El escenario monumental que custodia la tumba de Pedro, aquel a quien Jesucristo ha designado para apacentar su rebaño.
Y sin embargo, la Guardia Suiza tiene un brillante rol para evidenciar y subrayar. Ya sea por la sacralidad del lugar cuanto por la importancia del ministerio petrino, aportando su nota de colorido, de luz, de dedicación que hace recordar la célebre frase de Paul Claudel: “la juventud no fue hecha para el placer sino para el heroísmo”.
Sí, porque muy jóvenes son las voces que resuenan todos los 6 de mayo que por medio milenio proclaman con entusiasmo un solemne juramento:
«Juro servir fielmente, lealmente, y honorablemente al Sumo Pontífice reinante y a sus legítimos sucesores; como también a dedicare a ellos con todas mis fuerzas;
«Sacrificando donde sea necesario, aún la vida por su defensa.
«Asumo igualmente ese empeño en relación al Sacro Colegio de los Cardenales mientras dure la Sede Vacante, Prometo además al Capitán Comandante y a todos mis otros superiores, respeto, fidelidad y obediencia.
«Juro de observar todo aquello que el honor de mi posición exige de mí.
Que Dios y sus santos me asistan».
Los tres dedos al cielo
El nuevo recluta es llamado a romper filas y a hacer público su juramento. Tomando con la mano izquierda el estandarte, con la derecha hace ver tres dedos en señal de su fe trinitaria.
Todo dentro del cuadro de una bella ceremonia religiosa y militar, delante de una nutrida delegación de autoridades eclesiásticas y civiles. Un abundante público, que por semanas ha debido insistir para obtener las siempre más solicitadas entradas de invitación, acompaña la ceremonia.
Pero no se piense que la Guardia Suiza sólo tiene una función meramente decorativa: 147 de los 189 Guardias se inmolaron en defensa de Clemente VII el 6 de mayo de 1527, por ocasión del saqueo de Roma por las tropas de Carlos V.
Es en esta fecha que se realiza hasta hoy la ceremonia de juramento de los nuevos reclutas.
En aquella ocasión el Consejo de Zurich sabía del peligro en que estaban y los había invitado a volver a su Patria. Ellos, al contrario, se sintieron obligados en conciencia y prefirieron ir al encuentro de la muerte antes que abandonar al Papa.
Un cuerpo modernamente eficiente
Hoy quien debe custodiar la persona del Pontífice, (“la vigilancia inmediata del Santo Padre”), sabe que “como lamentablemente enseñan tantos acontecimientos- se exponen objetivamente a un riesgo.
Se trata de un servicio que va mucho más allá de un mero adorno en las grandes ceremonias y que comprende inclusive el control de los ingresos a la Ciudad del Vaticano y la vigilancia del Palacio Apostólico.
Para hacer todo esto, la Guardia Suiza no puede prescindir de la “alta profesionalidad de los modernos servicios de seguridad”, lo que supone, entre otras cosas, una formación certificada con diploma o bachillerato y haber recibido la aprobación de la formación militar del Ejército Suizo.
De hecho, la Guardia es una auténtica hija de la Iglesia
“y sus componentes pueden ser sólo 110 varones de religión católica- pero también es hija de la Confederación Helvética, una realidad política que ha sabido en los siglos conciliar con gran equilibrio ya sea la paz o las armas.
Julio II les confió en 1506 la protección de su persona y del Palacio Apostólico porque él, como soldado, había apreciado las capacidades bélicas de los soldados mercenarios suizos.
Al Servicio de la Iglesia
Benedicto XVI exortó a la Guardia Suiza a vivir su propio espíritu que “se nutre de las gloriosas tradiciones de casi cinco siglos de la vida de un pequeño ejército con grandes ideales” ideales que son “la solidez en la fe católica, la manera cristiana de vivir convicta y convincente, fidelidad inquebrantable y amor profundo a la Iglesia y al Vicario de Cristo, conciencia y perseverancia en las tareas pequeñas y grandes del servicio cotidiano, coraje y humildad, sentido del prójimo y humanidad”.
Efectivamente, estos jóvenes tan semejantes y tan distintos de todos los otros del planeta, están llamados a vivir en la aparente normalidad de su juventud una situación excepcional en todos los sentidos. Revestidos de luz y color en medio al gris invasor contemporáneo, ellos prolongan así una historia de méritos y simbolizan la lealtad en un mundo en el cual la palabra empeñada cuenta cada vez menos.
Y todo esto en el escenario más mirado y más seguido del planeta, en aquel polo de atención del hombre moderno que es la Sede de Pedro. En suma, un auténtico y valiosísimo servicio a la Iglesia.
Giacomo Monti , “Radici Cristiane”, N° 13, abril 2006